Madeleine, XIV


Entregas anteriores:
IIIIIIIVVVIVIIVIIIIX
****
Eso sí que no me lo esperaba, pero el hombre tropieza una y otra vez, y se cae y aunque vuelve a levantarse, vuelve a caerse. Porque… Madeleine no era convencional, ni lo nuestro (o lo que fuese) lo era. Podía pasar cualquier cosa, que casi me matase en un accidente de tráfico o que casi me matase del susto. Y esto último era más que probable. Atravesamos la recepción del hotel seguidos por la mirada maliciosa del hombre al que Madeleine casi ignoró, saludándolo con una leve inclinación de cabeza. Entramos en el ascensor y el ataque de timidez que me asaltó hizo que nos mirásemos desde lejos, cada uno desde un rincón. Qué hermosa era, cómo me gustaría acariciar esa melena que parecía cortar como un cuchillo el aire. Estaba aterrorizado.

La habitación era como todas las habitaciones de hotel, impersonal y fría. Yo sabía que ella se marchaba al día siguiente, pero tenía miedo, y timidez, y reparo, y culpabilidad, todo mezclado en un cóctel de alegría, sorpresa, y algo que se parecía sospechosamente a eso que dicen que se siente cuando empiezas a enamorarte como un tonto. Madeleine entró en el cuarto de baño y me dejó desamparado, qué hacía, ¿me sentaba en la cama, en esa silla absurda de escritorio, o me asomaba a la ventana? Esto último me pareció menos comprometido, así que levanté la persiana, corrí las cortinas y me dediqué a mirar al patio iluminado del hotel como si estuviese contemplando una aparición mística.

Tras varios minutos en los que se oyó correr el agua, la puerta del cuarto de baño se abrió y Madeleine se acercó a mí, que seguía mirando con obstinación las mesas y las sillas del patio, mientras la pierna derecha cobraba vida propia y el ojo izquierdo se despertaba con un absurdo tic. Sentí cómo se pegaba Madeleine a mi espalda y un vértigo de sensaciones me dejó exhausto. No sabía cómo actuar, yo ya no sabía cómo iba eso, no lo sabía, me sentía torpe y fuera de lugar y, al mismo tiempo, hubiese querido saber, ser, portarme como un hombre de mundo, un hombre con amantes y aventuras, un hombre que supiera con exactitud cómo hacer a partir de ese instante.

-Madeleine, yo no sé si quiero… no sé si puedo… no sé si… Tal vez debería irme…

Madeleine se situó a mi derecha, pasó el brazo por mi cintura y se puso a mirar el patio.

-Estaban, quédate. Quédate a dormir. Quiero dormir tú, yo… dormir. Oui?  

Qué noche. En el cuarto de baño, Madeleine me había dejado preparado un albornoz, y después de ducharme, afeitarme, y asearme debidamente, me perfumé como un lechuguino con el agua de colonia con aroma a tomillo que alguna camarera de habitación había dejado en el lavabo, junto con la maquinilla desechable (qué carnicería me preparé) y el cepillo de dientes minúsculo (menos da una piedra). En la cama, iluminada por un haz de luz artificial que venía directamente del patio, estaba ella, esa mujer extraña que quería dormir conmigo. Y eso era más, mucho más. Mejor que un beso, que cualquier beso. Constaté que de uno de sus oídos salía un cable blanco, esta mujer no dejaba de asombrarme, y que sostenía algo cuadrado entre las manos. Se había dejado puesta la bata de baño blanca  que no le tapaba del todo las piernas. Me tumbé a su lado, y ella me indicó que me pusiese el auricular en la oreja que iba a quedar tapada con la almohada. Y la música empezó a sonar, mientras yo le acaricié, por fin, la melena perla extendida en la almohada, y descifré las preocupaciones que le habían dejado huellas en la frente y acaricié las alegrías que se arremolinaban junto a su boca. Nos abrazamos. Entre una canción y otra, nos besamos y nos dijimos palabras a media voz. Las canciones parecían estar escritas para nosotros dos, aunque yo no entendiera de la misa a la media, y se me alborotaban el corazón y los sentidos con esa, y con esa otra. Y al fin, amor mío, decía Aute, qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el roce de tu cuerpo, y ella pasaba el dorso de su mano por mi mentón y dejaba que los dedos resbalasen por mi cuello, y sonaba otra canción, y luego otra más, esa que nunca podré escuchar sin acordarme de Madeleine. Y esa otra.


Comentarios