Madeleine, VIII

Entradas anteriores: IIIIIIIVV,VI, VII

****


Imagen tomada de internet

Estos tienen un lío, seguía pensando la joven recepcionista, mientras se mordía el piercing del labio superior, como un animalillo salvaje. Madeleine Clore había aparecido como una actriz de los años cincuenta, y recordé la anécdota del escritor un tanto gruñón que se vio en una tesitura parecida. Fue en un hotel del Norte, nuestro hombre llamó al ascensor, se abrieron las puertas y allí estaba. Ella. Con mayúsculas. ELLA. La Loren.

Bien, ahí estaba la Clore, con bastantes menos años que la italiana y no menos espectacular (a mi entender), más esbelta y más discreta (más francesa, también), vestida de blanco y negro. La falda tenía el largo exacto para dejar hacer su trabajo a la imaginación, la blusa estaba lo bastante desabrochada como para que un hombre intuyese que debajo había algo emocionante. Hacía tiempo que no miraba a nadie así; salvo a las actrices italianas que firman pactos con el diablo encarnado en un excelente equipo de cirujanos plásticos. La Clore y, en medio de los dos, una jovencilla que no se había visto en otra, pensando en nuestro lío  y que ya nos vale.

-Ya les vale, tía. Y él, que se quedó con la boca abierta, que me dieron ganas de traerle una servilleta de esas del comedor, de las grandes, para que se la atara al cuello. Y yo, allí. Con el teléfono aún en la mano derecha, intentando que me dijese un apellido, que hasta su nombre me había dicho mal. Y ella, una francesa. En fin, tía. Vaya unas cosas que tiene una que ver en un hotel.
-Sí tía, ya les vale.
-Sí, tía. Ya les vale.
(Conversación imaginaria entre la joven recepcionista y la amiga de turno a la que le cuenta las cuitas del curro, los desengaños del amor, cosas así).

-Estaban, hola.
-Hola, Madeleine.
La escena se asemejaba a la famosa despedida de dolor tan dulce. Yo tenía miedo de que no nos entendiéramos (a fin de cuentas, hasta entonces no sé qué demonios habíamos comprendido el uno del otro, ni de la situación) y me temí a mí mismo (recuerden: cuando quiero hacerme entender, gesticulo, elevo la voz y parece que me he vuelto loco). Además, la música (Chet Baker y compañía) había cesado en mi cabeza y era plenamente consciente de la presencia de otra en discordia, la joven recepcionista que se había camuflado tras el mostrador y hacía como que consultaba una base de datos de agentes secretos en la pantalla ultra plana del ordenador.
-Esto… Madeleine, ¿salimos? ¿Vamos fuera? ¿Cenar? ¿Tomar algo? ¿Una tapa? ¿Un vino blanco? ¿Una infusión? ¿?
Cielos santo. Ya está. La carta completa de la A a la Z, menos el menú del día. Callé, y observé a Madeleine, seria, con semblante casi tristón.
Pero, ¿qué demonios había entendido? Lo intenté, de nuevo.
-No sé si estarás libre para cenar. Liberté. Fraternité (¡¡¡ay!!! Que le estaba leyendo la Carta de los Derechos!!! ¿Qué faltaba? Ah, sí. Igualité!!!)
Callé, por segunda vez y espíe el rostro de Madeleine. Con el rabillo del ojo, controlaba los espasmos de la joven recepcionista.

-Ya les vale. Y el hombre este, entonando lo de Liberté, Igualité… Y la mujer, que lo miraba como lo que era. Un alucinado.
            - Anda qué. Ya les vale.
(Continúo con la conversación imaginaria entre la joven recepcionista y la amiga. Imaginarias, las dos. Plausibles, las dos).

Lo peor del caso es que las facciones de Madeleine eran un retrato de un sentimiento vívido. El de la más pura desolación. Me tapé la cara con las manos y farfullé:

-Salgamos de una vez, por dios.

Entonces. Su risa. La risa que alborotó sus rasgos, que avivó el brillo de sus ojos. Su risa de campana en la oscuridad.

-Estaban, ven, vamos. Esto. Avan thout. Thé.

Y fuimos. 



****
Pobre Estaban. Sólo le faltó cantar el himno sin ira ;)
****

Comentarios