Madeleine, XIII


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No quería deshacer el abrazo para contemplar a placer la estampa, pero la imaginaba. Sí. Las tres o cuatro muchachas, todo sonrisitas, codazo va y codazo viene. No podría volver nunca, nunca. No.
Pero qué demonios. En ese instante me importaba lo mismo que saber el color de los calzones de Obama. Madeleine y yo nos habíamos besado y seguíamos muy juntos, nariz con nariz, en un remedo de aquellos otros besos que di de jovenzuelo, en los que más que besar, absorbía a la infeliz muchacha.

La cafetería seguía envuelta en brumas, en un islote verde y cálido Madeleine y yo nos mirábamos sin necesidad de más palabras, olvidados el té, el café, la tarta de manzana, el mundo. Cómo salimos de allí, de quién fue la iniciativa, se me escapa o, más bien, se me escapó entonces,  porque me sentía fuera de cuadro y de tiempo, inmerso en una rara sensación de liviandad. Al abrir la puerta del local, la costumbre de despedirme de las muchachas que lo regentan se impuso, y girándome busqué a la camarera rubia que entendía francés. Buenas tardes, casi murmuré, perdido todo el aplomo, hasta otro día, contestó, con voz cantarina aderezada de sonrisa dulce. Quizás pudiese volver, después de todo.

La tarde se fue convirtiendo en noche. Salamanca olía a cambio de estación. Madeleine y yo caminamos por la Plaza Mayor que, una vez más y ya van demasiadas, estaba ridículamente iluminada de rojo y verde, quién sabe por qué homenaje o indeterminado sarao. Bajamos la calle Toro, volvimos sobre nuestros pasos, nos internamos en  la Rúa y paseamos la Plaza de Anaya. Era un gusto ir con esa mujer del brazo, una mujer tan elegante, tan guapa, que miraba el paisanaje con más atención que a las catedrales que decía estudiar. Reía sin pudor, con su mano en la mía y, de vez en cuando, se detenía para mirarme a los ojos y darme un beso de colibrí en la comisura de los labios. El día anterior no sabía que Madeleine existía. El día anterior era otro siglo, otra galaxia.

Hubiésemos estado caminando en un círculo sin fin si no fuese porque mi estómago empezó a protestar con furia. En un hombre como yo, que cumple estrictamente los horarios de las comidas con fanática admiración, había sido un gesto casi heroico pasar un día completo sin casi preocuparse por esos menesteres. Pero, claro, uno, (o sea, yo) ya perdió la vocación de convertirse en un héroe y, además, sabe, reconoce, consiente y asume que el cuerpo tiene sus mandatos y sus debilidades; unos y otras a las que hay que atender con determinación. Así fue como pude constatar que a Madeleine le gustaban la tortilla de patatas, y el jamón serrano, y los boquerones en vinagre, y la jeta y los pimientos asados, y el bacalao rebozado, y los vinos tintos de Toro. Al entrar en la última cafetería para tomarnos una infusión que facilitase la digestión de tamaño popurrí de tapas, nos tropezamos con un par de mujeres que iban discutiendo si seguir de vinos o volver a casa. Una de ellas, la que lucía una melena rizada con mechas de un bonito color (inclasificable para mí, lo más que puedo acercarme es a la gama del morado), se nos quedó mirando asombrada, con los ojos abiertos. Pero, ¿has visto?, advirtió a su compañera (a la que se le notaban la prisa y la resolución de encaminarse a otro lugar, el que fuese), son ellos… Que sí, que son ellos… Pero, cómo van a ser, qué cosas tienes, le contestó la otra que, sin embargo, no pudo evitar girarse para mirarnos. Sus ojos quedaron prendidos de los míos, que las observaba escuchando aquel diálogo, entre perplejo y curioso. Anda vámonos, qué corte, que se ha dado cuenta, y salieron deprisa, riendo nerviosas; la última frase que atiné a escuchar me dejó noqueado, ¿tú crees que esta noche la pasarán juntos?

Estaba claro que aquellas dos mujeres delgadas y vistosas se habían confundido de pareja, porque a ver, si ayer era otra galaxia y otro tiempo, si Madeleine y el que habla no habíamos salido antes juntos, porque no existíamos el uno para el otro… ¿cómo es que nos conocían? … Aunque quizás, nos habían visto deambular por la ciudad (Salamanca no es más que dos o tres calles en el centro y dos o tres mil personas que no dejan de toparse unas con otras)… O… ¡Ya lo tenía! Habían sido testigos de la escena del Mandala: la camarera, el beso, la tarta de manzana, el olor a jara. Claro. Ay. Qué vergüenza. Qué punto de orgullo tonto. Ay.

Eran las doce de la noche y era hora de acompañar a Madeleine al hotel, y eso hice. La alegría se nos fue apagando, y dejamos de hablar, de reír, de detenernos cada cinco minutos. San Polo era una imagen amenazadora y terrible, agazapada como una bestia dormida, que despertaría para zamparse a Madeleine, los besos y las risas. Más allá, sólo un paseo hasta casa, el silencio, el llanto del bebé del tercero y las preguntas del vecino viejo y cotilla, ¿se puede saber adónde estuvo ayer, que volvió tan tarde?  Inmerso en esos pensamientos, no me di cuenta de que ya habíamos llegado. Por fortuna, la chica joven de la tarde había terminado el turno y la había sustituido un hombre de mediana edad que se parapetaba tras el ordenador como lo había hecho su predecesora, sería cosa del gremio.

-Madeleine, esto… yo…

Madeleine se volvió hacia mí y me dio uno de sus suaves besos de colibrí, y yo me dije, bien, chico, hasta aquí te llegó la aventura, se te terminó el billete, y no es que haya estado mal, todo lo contrario, ha estado muy bien, más que bien. Pero como beso final, el primero hubiese estado mejor. 
Me llevé la mano de Madeleine a los labios, y musité, bien, yo… Me ha gustado conocerte, Madeleine. Me ha gustado, mucho. Quise, entonces, soltar su mano, pero no me dejó. Yo quería abreviar el trámite porque estos procesos suelen ser dolorosos y a mí me iba a doler. Quería irme con un resto de dignidad, pero parecía que ella no iba a dejar que así fuera. El recepcionista se había levantado y miraba a la calle, tenía asiento de primera fila, y con clarividencia lo adiviné. Se lo iba a contar. A la compañera. Es más, la recepcionista había dejado instrucciones: fíjate bien, que ella es francesa y él, un hombre mayor con traje azul marino de rayas, un cuadro, vaya dos, ya me cuentas mañana, ¿vale?

En este punto todo me daba igual, para que se hagan una idea, me importaba tanto como el color de las bragas de Michelle. Así que, no sin esfuerzo, (pero qué tercas son las mujeres), solté mi mano de la de Madeleine y la tomé de la cintura. Y la besé; y así el tema de conversación del personal del San Polo quedó resuelto, por lo menos, durante un par de semanas.

 Algo más reconfortado quise marcharme, y entonces ella, que no había dejado de sonreírse para sí la muy ladina, murmuró: no te vayas, Estaban, duerme con moi

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La foto, como reza en la firma es de Michel Núñez. Ahí la Plaza luce preciosa, no como la noche del relato... ya falta poco para el desenlace, ¡lo prometo! 

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