Madeleine, XII



Ya falta poco para el desenlace...
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El sol se ha prendado de la margarita

 Lo mío con Teresa no fue nada heroico, ni legendario. Nos conocimos en un verano largo, largo para aburrir. Mentira me parece ahora que entonces nos aburriésemos. Pero así era. El tiempo era algo inacabable. Teresa era morena, delgada, movía las manos en torno a su rostro, como dos pequeñas mariposas blancas. Tus manos, Madeleine,  me recuerdan a las de ella, no sé por qué. Espero que no te moleste que te lo diga, pero casi todo me recuerda a ella, aunque hace cinco años ya que se marchó. Que se fue. Que me dejó. Porque lo suyo fue un abandono, por mucho que los médicos quieran disfrazarlo de enfermedad. Me prometió que no se iría y me mintió.
Sin destino, sin rumbo
Si aquel verano ella no me hubiese hecho caso, ¿te das cuenta, Madeleine?, ahora no estaría sufriendo. La hubiese olvidado, porque no era más que una muchacha y yo, un muchacho que no tenía ni idea. Hubiera pasado todo sin pena ni gloria: el verano, los días de piscina, el sol y las horas inagotables. Pero no fue así, claro. Perdimos la oportunidad de no querernos. Nos quisimos con esa sensación inenarrable, ya la conoces, Madeleine, la del amor de juventud, la del amor único, y todo eso. Por muchas historias y películas que te cuenten, el amor eterno es el primero. Nos quisimos de veras, como se ha de querer, pero a ratos.  A ratos nos queríamos y a temporadas un poco menos, porque los años pasaban y el desencanto nos rondaba como una hiena. Nos enamorábamos y nos desenamorábamos. Hubo semanas en las que pensé que ya no la quería, ¿te das cuenta, Madeleine?  Ahora que vendería el alma, el corazón, lo que fuese  para que ella... Pues sí, hubo momentos en que sentí que ya no la quería; me impacientaba con sus obsesiones, su puntualidad, su orden obsesivo, sus manías. Hasta que una mañana, sin previo aviso, volvía a descubrir en ella la sonrisa. O el brillo en la mirada. O, qué demonios, ella fue muy guapa, lo bien que le quedaba un vestido, o una blusa. Y se me venía todo el amor de golpe, como al Neruda este, pero a mí se me venía cuando la tenía así, cerca, pegada a mí. Y me enamoraba de nuevo como un tonto. Quizás a ella le ocurrió lo mismo. Quizás no soportaba cómo me desnudo y dejo tirada la ropa, o cómo carraspeo por las mañanas, o cómo me atiborro de todo lo que sé que me sienta mal. Claro. Qué tonto.
Y, sin embargo, Madeleine, aunque nuestro amor fue algo de andar por casa, una pasión doméstica, nos quisimos mucho. Nos casamos, vivimos juntos, y pasaron los años con la cadencia de un chaparrón de primavera. Cuando pienso en las cosas que decía, en cómo acariciaba los días, en cómo le gustaba curiosear y reír como una chiquilla, pienso si no lo sabía. Era alegre, tímida, coqueta, muy seria. Le gustaba cuidarme y yo me dejaba querer a sabiendas; para ella ésa era la mejor prueba de amor. Sí, fuimos convencionales, ridículamente convencionales. Y sin embargo, los fines de semana, cogíamos el coche y salíamos por ahí, sin rumbo, sin destino. A descubrir el sol en las margaritas, a contar nubes. Ay, Madeleine. Nunca pensé que un día pudiese estar hablando de Teresa con otra mujer, y menos con una como tú, que me gusta tanto. Sí, me gustas, me gustas mucho y sé que a Teresa también le gustas, aunque no, espera. Le gusta que me gustes, ¿comprendes? No es que tú le gustes mucho… Es celosa, Teresa. Lo comprendes, ¿verdad? Ay, Madeleine. Y ¿cómo hago para despedirme de ella, para no seguir discutiendo con ella por las noches, para no escuchar su opinión sobre trajes, camisas, zapatos? Es tan doloroso conversar con un fantasma. Porque no estoy loco, ¿sabes? No. Estoy triste. Sí, estoy triste como tú bien sabes, ay que ver cómo sois las mujeres de intuitivas, leche. Ay, perdón. Perdona. Esto es nuevo para mí. No sé cómo comportarme, no estoy hecho para esto.
Madeleine, a estas alturas, estaba muy cerca de mí. Sostenía entre sus manos la mía. Me miraba, muy seria. Me miraba los ojos, la boca. Yo me sentí cohibido y osado, avezado explorador y torpe viejo. No era el lugar. No podría volver nunca más. Sus labios rozaron los míos y nos besamos, mientras en el aire viajaba un extraño aroma a jara caliente bajo el sol de un verano inacabable. 

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Fotos de un paraje de la comarca de Ávila, 2013. Las hizo las que escribe el blog...
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