Madeleine, IX


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Hay quien pregunta por la calle de las ranas o por la casa de los berberechos...
Té. Tenía que llevar a esa mujer francesa y encantadora a tomar un té. Lo había dicho ella, entre risas y sonrojo de un servidor, ante la muchachita de la recepción como testigo de la escena vergonzante. No tenía ni idea de adónde podríamos ir. En esta ciudad mía hay cafeterías por todas partes, pero no siempre son las adecuadas. Me explico. Mucho ruido, la música muy alta, camareros tristes o inexplicablemente alegres, luz difusa (tan difusa que no aciertas a saber dónde estás. Si en un bar a las ocho de la tarde o en un club de señoritas a las doce de la noche), sillas incómodas, mesas aparatosas que prometen estragos en tu cuerpo si por desventura la rozas sin querer, clientes vocingleros, periódicos llenos de manchas de fritanga, olores indeseados, servicios no demasiado limpios. Un jaleo. Qué manera de complicarte la vida Esteban, pensé por enésima vez desde la mañana, desde la cercana y lejana mañana en la que me tropecé con Madeleine. En fin. El ser humano es así, qué ganas de complicarme, de complicarse, de salir del estupor y del sopor y sentirte vivo de una vez, Esteban, que la muerta soy yo, hay que ver
Calla, Teresa, ahora no. Ahora no.
Subíamos calle arriba dirección al Convento de Santo Domingo, ese monumento impresionante que los turistas confunden con una catedral y a los que suelo lanzar mi mirada asesina, Esteban, qué carácter, hombre, y ellos ¿qué saben? Teresa, por favor. Te he dicho que ahora no. Pero es que eres... ¿recuerdas a aquel chico, que nos preguntó por la calle de las ranas? Lo que pude reírme mientras tú ponías tu habitual cara de bulldog resfriado... 
-¿Estaban? Tú... ríes, ¿o?
 Otro cuadro, otra escena memorable. Si esto continuaba así, Madeleine cambiaría el tema de su novela, y se pasaría directamente al humor. Al absurdo. Pero esa parada inesperada me dio una idea. Una insólita, rápida idea. Ya sabía dónde iríamos. Se trataba de una cafetería en la que trabajaban muchas camareras, a cual más simpática o más discreta. Las sonrisas de esas muchachas me calentaban el corazón muchas mañanas. Quise llevar a Madeleine allí, y sentarnos en el establecimiento luminoso, rodeados de flores secas, pinturas de colores fuertes, vasijas de barro, grandes calabazas, espejos... Pero. Ahí solíamos ir Teresa y yo. Teresa tomaba batidos gigantescos con porciones de tarta de fresa cuando se sentía triste. No engordaba un gramo, tenía un metabolismo envidiable, yo sólo de verla tenía que hacerle un agujero más al cinturón. Un desastre. Ahí no podíamos ir. ¿Que no, Esteban? ¿No has seguido yendo tú solo? ¿Qué tiene que ver que vayas con una amiga? No es amiga, Teresa. Si la acabo de conocer y ya la estoy invitando a uno de nuestros territorios... ¿Territorios? Pero, ¿qué fue nuestro matrimonio? ¿La Tierra Santa? ¡¡Por favor!! Esteban, haz el favor y ya.
Mi Teresa. Nunca podría olvidarla, nunca.
-Madeleine, esto, yo, por aquí, ven.
La tomé del codo suave pero firmemente y cuando sus ojos se quedaron prendidos de los míos, intente adoptar una expresión de firmeza. La blusa tenía el tacto de la seda, de una seda bien puesta, ya me entienden. Madeleine calló, cosa que le agradecí infinito porque no quería ponerme a dar voces en plena calle (ya conocen de mi manía de creer que los extranjeros están sordos).
Giramos a la izquierda para atrochar hasta la Rúa y, cerquita de la calle Libreros, cerca de la Facultad de Geografía e Historia, ahí estaba. Mandala. Tiene nombre de uno de esos artefactos, sí.
Nos sentamos cerca de la barra, junto a unas escaleras, alrededor de una mesa redonda, en unas sillas de madera que, a pesar de los pesares, son cómodas. Desde ahí, podíamos ver a muchos clientes que tomaban cafés, batidos o cañas bien aderezadas con tapas. Una de las camareras, una muchacha rubia de sonrisa cálida, se acercó a preguntar que deseábamos.
-Té con lait.
-Un café bien cargado, guapa. Grande, quiero decir. Con leche. Y... tráenos un caramelo, o uno de esos bombones que me ponéis por las tardes.  No hace falta explicar quién pidió qué.
La muchacha asintió con entusiasmo, mientras proponía otra cosa:
-¿Por qué no unas pastas de té? ¿Les apetece?
-Sí, guapa, sí. Gracias.
Ella se fue, sonriendo, el pelo rubio recogido en un moño muy alto, dejando un tenue aroma a mantequilla tras sí. Ah. Como estar en casa.
Madeleine tenía la mirada perdida en el infinito, pero inexplicablemente, parecía contenta. Dos mujeres de mediana edad no hacían más que cotorrear a dos mesas de distancia. Hablaban de galletas, bizcochos, madalenas y qué sé yo qué más. No, te pongas como te pongas a ti no te suben las madalenas por el horno, no le des más vueltas. Sí... pero, ¡cómo me quedan los suizos! Sí, eso sí... 
Más lejos, un grupo de estudiantes comentaban las últimas jugadas de las clases, fíjate, me ha vuelto a tocar el mismo, el mismo!!! Otro curso con el mismo. No puede ser, decía una jovencita de pelo rojo y mirada intensa, mientras apoyaba su mano en el antebrazo de un jovenzuelo. Ah. Cuánta gente y qué joven. Qué gusto. Mejor que en casa.
La camarera nos sirvió con diligencia, no sé cómo se llama, ellas tampoco conocen mi nombre, nunca habíamos llegado a ese nivel de intimidad y a mí me parecía bien así. No hubiese podido soportar tener que explicarles que ahora iba solo porque mi Teresa me dejó. ¿Y cómo les hubiese contado la repentina aparición de Madeleine? Quita, quita.
-Esto, ¿Estaban? Tú... esto... ¿qué pensar? 

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Resumen de la historia.
La Casa de Las Conchas y un músico, Salamanca, 2013. La foto es mía.  
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