No
puedes evitar enamorarte de Celeste, seas hombre, mujer, sean cuales sean tus
preferencias librescas, sexuales, alimenticias o de otro orden. De Celeste, la
chica rubia de vestidos y faldas mini, la de los pies vendados, la que
bailotea y canta, apasionada, desafinada
y semidesnuda, envuelta en toallas blancas bordadas con el logo del Negresco. La escena se repite una y otra
y vez… y todas las veces, cautiva. Bajo la atenta mirada de Nigel, su partenaire, el prototipo de la chica
yeyé misteriosa y exasperantemente deliciosa, enamora al lector y al entomólogo de
incógnito, llevándoles al convencimiento de que el mundo gira gracias al
balanceo de sus caderas.
Cuando
Linton Blint aterriza en Niza transformado en Nigel Balquhidder-Kinloch, es
pleno verano y el aire (…) perfumado de
flores y sal, nos dio la bienvenida junto a un sol cálido y amarillo. El cielo
lucía un milagroso azul olímpico, bien distinto del que habíamos dejado atrás,
en un Londres tormentoso y gris. También deja atrás el recadero oficial de moscas y polillas su vida anodina y
desgraciada, para sumergirse en el universo brillante, colorido y frívolo de la
Costa Azul. La historia se cuenta a través de la voz del protagonista
masculino, y se adereza con una sucesión de encuentros, diálogos, sesiones de
psicoanálisis, ejercicios gimnásticos y charlas distendidas en la cama y en los
bancos, mirando el mar y comiendo helados de vainilla o queso. Es un hilo
conductor que se quiebra, se repliega, se disgrega, marcha de atrás hacia
adelante y vuelta, desde la salida del laberinto al centro, como una pasarela
psicodélica en la que desfilan Brigitte Bardot, espías, anticuarios,
detectives, camareros, Grace Kelly, familias ejemplares o que al menos lo
parecen.
Y,
como rumor de fondo, las polillas, las larvas, las moscas, los piojos. Metáfora
de la degradación de las personas y las cosas, vocación
conservacionista/exterminadora de Linton
Blint/Nigel Balquhidder-Kinloch.
Es
difícil escribir acerca del argumento sin desvelar sus sorpresas. Baste decir
que es un relato vibrante, salpicado de fina ironía y que, pese a contar
múltiples anécdotas dignas de la mejor revista de papel couché (o gracias), no pierde de vista lo que pretende: retratar la
sociedad de los años 60 que veranea en la Costa Azul (y a Europa y el mundo) a
través de una intriga delirante; entretener y hacer disfrutar al lector con momentos
y peripecias completamente absurdos y verosímiles. José C. Vales parece
divertirse desde la primera página a la última, tomándose con humor (mucho y
bueno) hasta su propio quehacer: ¿Qué va
a ser de ti? ¿Vas a escribir novelas, como toda esa gente que no tiene un
oficio digno? Sí, no es difícil imaginar al escritor ante su mesa, rodeado
de libros, revistas, lápices, bolígrafos, mapas y, enfrente, el cursor latiendo
en la pantalla al ritmo de su risa.
Es
ésta su tercera novela, la segunda que subtitula Los pecados estivales; sus primeros pecados veraniegos los situó en
el Biarritz de los años veinte (Cabaret Biarritz, Premio Nadal 2015), y los números que rematan los subtítulos nos
hacen suponer con regocijo que escribirá (o escribe) Los pecados estivales, 3. ¿Años 90 quizá? Nos lleve adonde nos
lleve José C. Vales, será un lugar luminoso y ligero, en el que él se divertirá
y nosotros, sus lectores, lo pasaremos en grande. No esperen. Si no lo han
hecho ya, viajen a Niza y alójense en Le
Negresco.
Reseña publicada en la sección Hablemos de libros de Mi Biblioteca, nº 52.
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