Madeleine, VII

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La tarde avanzaba sin que nadie le pusiese freno, como al Corsa de Madeleine cuando se me vino encima. Salí del bloque (como del encontronazo),casi indemne. Y digo casi, porque no pude evitar que el vecino del quinto me saludase con cierto retintín. Con cierta chufla. Con cierto vacile, que diría un joven de ahora, de esos a los que se le cae el pantalón. Ojo. Que no quiero ser cascarrabias, ¿eh? Cuando éramos jóvenes nos embadurnábamos la melena con brillantina, de un modo tal que parecía que no nos habíamos lavado en décadas. Pero, hala. Los zapatos bien lustrosos, la camisa bien blanca (aunque el cuello estuviese raído, pero blanco, blanquísimo), el pañuelo asomándose con timidez desde el bolsillo de la chaqueta. Ahora se estila lo de enseñar el calzón. No tengo nada en contra, será que a mí me gusta más ver otro tipo de prendas, pero vamos, allá cada cual con sus posibilidades. Es práctico, no les digo que no. Para otros jovenzuelos, quiero decir, para que se copien el modelo de calzón, que si con estrellas rojas sobre fondos naranjas, que si con Homer Simpson, que si con Bart o con el perro ese de las orejas largas y cara de tonto... Pluto, se llama. Yo, a estas alturas, me conformo con el clásico, liso, a poder ser. No está uno para innovar en esos lances.
El paseo hasta San Polo fue una tortura. Desembarazado ya de la mentira a mí mismo, sabía que me moría por ver a Madeleine Clore. Ni sabía cuántos años hacía que no me saltaba en el pecho el corazón como un timorato. Hasta me preocupé un poco. No tendría ahora un ataque de ansiedad o algo así, ¿no?
El hotel se ve desde lejos. Es una extraña mezcla de cristal y piedra, con los restos de la iglesia adheridos y convertidos en un patio; es una terraza de verano que se estira al otoño en los días benignos. Huele a cambio de estación, a pesar de la bondad de la temperatura. Casi me sobra la chaqueta, pero la llevo abrochada, mi aspecto es impecable, creo. ¿Le gustará a Madeleine este aspecto, tan formal? Ella parece una mujer sin ataduras, sin complejos, sin convenciones. Quién sabe. Soy así y ahora no me voy a poner casual para darle gusto a una francesa con mala suerte, por mucho que me guste. Que me gusta, conste. 
Cerca del hotel hay una plazoleta en la que vive para siempre un poeta. La escultura sirve de alimento a las cámaras de los turistas, que no saben quién fue, pero lo encuentran simpático. No es mala cosa servir de atalaya a niños y palomas. 
Entro, al fin. Y una vocecilla, entre descarada y amable (qué cosa será que ahora habla así la mayoría de la gente), me interpela:

-¿En qué puedo ayudarle? (me había tocado la chica de prácticas o de contrato precario).
-Hola, señorita. Verá, yo… ¿se aloja aquí Madeleine Clore?
-No puedo darle esa información, me temo (pues era profesional, la chica).
-No, verá, si no quiero que me dé su número de habitación, ni nada. He quedado con ella, ¿sabe? Ella misma me lo dijo. Bien. Es que verá, es francesa y habla muy mal el castellano. 

La joven recepcionista enarca una ceja. La izquierda. No se cree nada. Continúo.

-Verá, he quedado aquí con ella. San Polo, hotel, noche. Y aquí estoy. ¿Podría avisarla de que está aquí Estaban? Esto... Esteban, claro. 

La joven recepcionista lleva una coleta, cascada de pelo negro que se precipita sobre su espalda. Es descaradamente guapa. Y sigue mirándome con la misma expresión de escepticismo. 

-Esteban, ¿qué más? ¿Podría decirme su apellido, señor?
-Sí, claro, esto, yo...

 Se abre el ascensor y ... : 

-¡Estaban! Hola. 

-Hola. 


La joven recepcionista nos mira incrédula, la ceja izquierda más levantada que nunca. Estos tienen un lío. 


En mi cabeza, sólo música.

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