Madeleine, VI

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Como las sales de baño de Teresa

Hacía muy bueno, el cielo se había vestido con un irreprochable traje sin nubes y brillaba, acharolado, sobre mi cabeza. Ávila es una ciudad pequeña, en la que no es fácil que la muchedumbre te engulla, antes bien, la soledad es otro de esos pajarracos que te acechan desde las entrañas. Qué fácil es dejarte llevar por la melancolía y aparcar la vida. 

Recuerdo una vez que fuimos (Teresa y yo) a una sesión de cuentos, en una Biblioteca (cosas de Teresa. Yo no quería ir, no quería, pero me convenció… nunca supe decirte que no, Teresa). Lo cierto es que me alegré de haber ido, ahora me alegro más. La narradora era una chica joven, morena, de sonrisa eterna y chispas en los ojos, que se me antojó (y ahora, más) un disfraz de tantos para encubrir un dolor antiguo. Todos nos parapetamos, ya saben. Contaba y contaba, pero de entre todas las historias, chascarrillos, anécdotas (hasta cantaba y bailaba, era un verdadero polvorín) se me quedó grabada la historia de la pena. Ya perdonarán mi memoria y mi libre adaptación.

La historia trata de una mujer (pongamos que se llamase Milagros) que, año tras año, se deja llevar por la pena. Una pena chiquitita, preciosa, con unos ojos grandes y redondos, que la miran y le dicen: quédate conmigo, no te vayas. La penita le daba calor, la confortaba, porque sentía un extraño pinchazo en un costado y no se sentía tan sola. Pero claro, el tiempo pasaba, y la penita se iba haciendo más y más grande, tenía unos coloretes que ya los quisieran para sí Heidi y la abuela que anuncia La Fabada en la tele. Hasta que una noche, igual a todas las noches, Milagros rechaza la compañía de aquellos que la quieren, y se queda en casa bien abrigadita con su pena, que ya estaba bien gorda y bien lustrosa. Y en éstas estaban, Milagros y la pena,  cuando nuestra protagonista toma entre sus manos a la pena y la mira. Bien repeinada, bien alimentada. La pena la mira a su vez, confiada. Qué buena era con ella Milagros. Tantos años cuidándola para que se hiciese hermosa y gruesa. Y, de pronto, zas. Milagros aplastó a la pena entre sus manos como a una vulgar mosca (sería un bicho más grande a tenor de lo gorda que era, pero no queda bien decirlo porque puede resultar desagradable) y se sintió libre. Liberada de esa pulsión del costado y de tener que quedarse en casa por las noches, sola, llorando sobre la pena. Y caviló, ay, tendría que haberlo hecho mucho antes…

Melancolía, pena, tristeza, qué más da cómo la llamemos. Desde que Teresa se me fue la he alimentado de a poco. Me acompaña y ya no estoy solo. Sentir el dolor hace que no me sienta un traidor.

De ese recuerdo, de esos minutos que pasé caminando en torno a la muralla, colegí que no iba a ir a San Polo. No. Qué va. Qué se me había perdido a mí en el hotel ese. Una pena es una pena, y hay quien no tiene ni eso. ¿No?
Volví al coche y olfateé el ambiente. Olía distinto. Desde que Madeleine me había arrollado, todo estaba un poco diferente.

El camino hasta casa lo hice entre Perales y Tina Turner.

No, no iría, concluí, mientras aparcaba en la plaza de garaje y subía en el ascensor a casa. No me presentaría en el hotel a preguntar por una tal Madeleine Clore, que seguro que no se pronunciaba así, vamos, es que ni de lejos y el recepcionista (una chica en prácticas o un empleado resabiado que recelaría de mis intenciones y pensaría que somos amantes, que en algún lugar estaba mi mujer, ignorante de todo. Mi Teresa. Ojalá) se reiría de mi acento, de cómo gesticulo cuando no sé cómo se dice una palabra. No, qué va. No me hacía ninguna falta.

Abrí el grifo de la bañera y la llené de agua. ¿Qué habría pensado Madeleine? Y si fuese. Si fuese y me encontrase con que quiere tomar algo conmigo, y ni siquiera, cenar. Qué vergüenza. Pero es que no hemos quedado realmente. Para tener una cita hay que decir una hora. ¿Qué clase de cita es noche, San Palo, hotel? Igual ni siquiera estaba en San Polo, igual el sitio donde se alojaba se llamaba San Pelayo o vete tú a saber. No, qué va. No tenía ninguna necesidad de ponerme en evidencia, de hacer hasta tal punto el ridículo.

Eché sales en la bañera (las favoritas de Teresa) y me dispuse a relajarme, libre ya del compromiso de ir a ninguna parte. Un baño, un tiempo de lectura (tenía la biografía de un banquero aguardándome. Uno, que fue muy listo, tanto, que terminaba de salir de la cárcel). Otras tardes leía los libros de Teresa (Vargas Llosa, Isabel Allende, Jane Austen y todas las hermanas Brönte) pero esta tarde, no. Quizás ahuyentar un poco a la pena, hacerla adelgazar, no estaría mal. Por una vez.

Con mi bata de baño, en mi butaca preferida y junto a la ventana, abrí el libro. Qué a gusto. Otro día tendría que ponerme en marcha y llegar hasta Madrid, tal vez, pasar allí un fin de semana. Pasear por El Rastro en busca de esa cómoda vieja que Teresa tanto anheló. Qué a gusto. Ni loco saldría. Ponerse otro traje. Una camisa limpia. Peinarme. Perfumarme como si fuese un lechuguino. Vamos, que no. Además, si era muy pronto. Y, ¿cuándo cenarían en Francia? ¿Era como en Portugal, como en Inglaterra? ¿O tenían horarios propios de comidas? Aunque, si estás en España, lo lógico sería cenar a la hora española. Pero, vete tú a saber. Lo mismo voy ahora y se ríe en mis barbas: pero, Estaban… ¿qué pensaste? Ni loco.

Estaba otra vez muy nervioso y no entendía por qué. Si no iba a ir. No. Tal vez, si saliese a dar un paseo.

Me vestí, mirando por el rabillo del ojo la hora en el reloj del dormitorio. Casi las siete. Me puse un traje azul marino de mil rayas (pero delicadas, nada de El Padrino), camisa blanca y corbata del color de las rayas (celeste). Nunca se sabe con quién puedes encontrarte. No es cuestión de abandonarse… lo mismo salgo desaseado y me encuentro con la del quinto o con el presidente de la comunidad, ese pesado que es más viejo que yo y cree que es al revés (o quiere creer). O con Madeleine. Al fin y al cabo, vivo en una ciudad pequeña. 

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Escuché la historia de la pena a Charo Jaular. Ignoro de quién es...
La foto es mía.
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