Entradas anteriores: I, II, III, IV.
******
******
Me quedé un poco tonto, no lo niego. Igual
que reclamo el derecho a mentirme, sé cuándo tengo que apearme del burro, o de
lo que sea y decirlo claro, clarito. Me quedé tonto junto a mi coche mientras
llegaba la grúa, y se llevaba el Corsa blanco, mientras los guardias civiles se
llevaban a Madeleine rumbo a Salamanca. Me quedé. Había perdido todo interés en
el viaje improvisado de la mañana. Aun así, cuando en aquel tramo de carretera
desolada solo quedamos el Mercedes y un servidor, decidí que tenía que irme; y
continué camino a Ávila, porque me pareció (de pronto y sin saber por qué) que
sería muy violento ir tras el coche de la guardia civil que se llevaba (¿me han
entendido?) a Madeleine. Otra cosa era lo que yo hubiese querido, pero ya había
dado bastante que hablar a la benemérita y, además, ella había quedado conmigo,
¿cierto? La vería después. Por la noche. En un hotel que no podía ser otro que
San Polo, dada la manía que tenía de cambiar las consonantes.
Querría cenar conmigo. O, quizás. No. Eso no.
Seguro que no. Yo no estaba preparado. Casi me salí de la carretera sin
necesidad, esta vez, de ninguna francesa. Estaba nervioso. Mucho. Ya no
recordaba cuándo fue la última vez que me puse así, que sentí esos pajarracos
(nada de mariposas, ni pajarillos, ni remolinos aéreos) en las tripas.
Pajarracos negros y grandes, aves de mal agüero que me revolvían los adentros y
me hacían pensar en lo peor. En el ridículo. Y en Teresa. En lo que pensaría
Teresa. De saberlo. Si pudiese. Aunque lo sabría, porque yo se lo contaría,
siempre le contaba todo.
Llegando a Ávila no supe adónde ir. Lo más
sensato hubiese sido ir a comer porque, entre todo el jaleo y mi conducción
nerviosa e irregular de los últimos minutos, se me había escurrido la mañana
entre los dedos y ya eran más de las dos. En Ávila me gusta comer en un asador:
en el Rubí de Bracamonte. Me parece un nombre digno, aristocrático incluso. El
dueño es un hombre bonachón y franco, que prepara el chuletón típico de una
manera sublime. Teresa me lo discute por las noches, ¿otra vez, Esteban? ¿Otra vez? Y la verdura, ¿qué? ¿Que no existe en tu
vocabulario?
Pero no fui al Rubí, sino que aparqué cerca
del río y empecé a caminar junto a la muralla, sin rumbo fijo. En Ávila (será
por la academia) cuando me cruzo con alguien, cavilo si será policía. Es que lo
miro y concluyo que es madero o aspirante a serlo. Y así no hay manera de
librarme de una cierta inquietud… no porque haya hecho algo malo, o lo piense
hacer. Es la tradicional intranquilidad que se siente ante un policía, por si éste
adivina qué cosa mala vas a pensar a continuación (técnicas de psicología y
todo eso). Ahí venía uno. Y detrás, otra. Que ahora había policías femeninas
muy resueltas. Esa chica, con ese porte frágil, que parece que lo hace para
despistar. Seguro que es toda fibra y músculo. Que me agarra y me hace besar el
suelo, que no va a permitirme… ¿qué? ¿Que vaya a la cita con Madeleine y
traicione a Teresa?
Acabáramos. Ahí estaba el quid, que diría
Sherlock Holmes o cualquier detective de pacotilla (lo siento, pero el
hombrecillo este nunca me gustó demasiado. Tal vez Sean Connery cuando era el
007. Qué actor, qué personaje. A Teresa le encantaba, ¿a quién no? Tal vez
Madeleine prefería a …).
Teresa. Tanto que me enseñaste, Teresa, tanto… y se te
olvidó decirme cómo vivir sin ti.
Comentarios