Sin explicación aparente, VIII


La historia de Elvira, I, II, III, IV, V, VI, VII.
****

Con la melena blanca, húmeda, baja la cabeza y la sacude de izquierda, a derecha, como el péndulo de un reloj, o un diapasón. Quisiera que las malas imágenes se fuesen para siempre y olvidar la sensación de pesadez en el vientre, sus senos tirantes, sus cambios de humor, su alegría sin límites, su tristeza suave.
No esperó el embarazo, pero si ha de ser sincera consigo misma (qué sentido tiene engañarse) tampoco hizo nada por evitarlo. Cómo le hubiera gustado cantarle una nana, jugar con ella al cucú, más tarde, adivinar qué cosas ve o no ve; naufragar en sus ojos.
No pudo tenerla entre sus brazos. No supo cómo era su piel. De noche, para espantar la pena, inventa que está viva y vive feliz, con otra madre que es capaz de ofrecerle un padre real, cercano, un hombre que le enseña a montar en bici y le compra helados de fresa cuando se quedan solos.
El pelo cano de Elvira es grueso, trenzado parece soga de marinero, propicia para arrostrar las circunstancias, adecuada para una mujer que ha sufrido pérdidas.
En el dormitorio, Elvira se viste con una falda negra y una blusa blanca. Es hora de hacer las tareas de casa; limpiar el polvo, cambiar las sábanas, barrer y fregar los suelos. Todo lo hace Elvira, tarareando la canción que suena en la radio.


Luego, mira el reloj rojo prendido en la pared de la cocina y advierte que es ya hora de comer, tiene aún que preparar la merienda. A las seis ha de estar todo listo.
Elvira se toma una ensalada de tomate (sal, aceite de oliva y orégano) y corta unas lonchas de queso para después. De postre, una manzana bien roja, como la de Blancanieves. Come despacio, cierra los ojos y repasa los ingredientes que va a necesitar: huevos, leche, aceite rubia, harina, azúcar y levadura.
Qué sencillo.

Comentarios