Unas cosas y otras, X y FIN

Marta siente como la Tierra se abre a sus pies. Siente que ya no puede más o que puede con todo. Siente. Siente. Maldita sea mi estampa y esta manera mía de sentir. 
Juan no aparta sus ojos de su rostro. Aunque quisiera, no podría. Está cautivado por ese algo que, otra vez, está ahí. Y no sabe qué está ocurriendo, no lo sabe, qué va a saber. Pero algo pasa. Qué será esto. Si es Marta. Si es ella. Si no es otra, es Marta. Si nunca me fijé en sus ojos, ni en su boca. Y hoy. Sus ojos y que me diga que sí. Que aún quiere a ese imbécil. Que aún es capaz de querer. No. Que ya no le quiere. Porque... quizás me pueda querer a mí.

Marta y Juan que, sin decir nada, quedan prendidos. Enganchados. Mudos. Y, en un gesto de derrota absoluta, Marta se abandona y besa a Juan. Y Juan. Juan. Juan que estrecha los hombros de Marta, mientras se besan. Y se pregunta. Qué me está ocurriendo.
Hay un espectador no invitado que sonríe. Si la gente es capaz de besarse así, puede que no nos vayamos al carajo, se dice el camarero, un sentimental. 
No hay tiempo para hablar, ni ganas, ni momento idóneo para desprenderse el uno del otro. Ella... Él. Sorprendido, halagado, contento, culpable, aún indeciso. Y los ojos y las manos que se buscan y se encuentran por encima y por debajo de la mesa. Como un par de críos en una calle cualquiera, de esos que no pueden dejar de decirse adiós, modernos romeos, modernas julietas, un poco más viejos de lo habitual (en aquellos siglos y en estos. Resulta extraño verles. Raro. Emocionante.) Ellos dos, sin separar sus alientos. Solos. En todo el mundo.
Y una y otra y otra más
En medio de un abrazo, uno de los dos susurra, vámonos. Y se levantan, aprisa, para no pensar. Entrelazan sus manos, ya están en la calle, ya se abrazan enteros, sintiendo la urgencia. Y caminan.
Empieza a iluminarse la Navidad en Madrid. La Gran Vía se alfombra para los estrenos. Los limpiabotas de México lindo recogieron el betún, los cepillos, la banqueta, los carteles.
Se detienen cada dos pasos, cada tres. Bajo las luces la calle aparece más radiante y Marta está, decididamente, guapa. Y Juan, que ríe, qué escenario tan fantástico para esta historia que está empezando, Marta.
-Tal vez... esto no sea una historia. Quizás sea... un incidente.
-¿Un incidente? Pareciera que estés dando las noticias. Se ha producido un incidente imprevisto en la Gran Vía madrileña. No hay que lamentar pérdidas irreparables...
-Eso... ¿hay que lamentar alguna pérdida irreparable, Juan?
-Por supuesto que no... Sólo un herido en el corazón.
-¡Qué ganso eres!

Hace frío , siempre hace frío antes de Navidad.


Y se regalan besos, inocentes, como si fuesen caramelos
-No me puedo creer que estemos así, como si fuésemos una pareja cualquiera, Juan.
-¿Cómo así? ¿Así? o ¿Así? Parados en la acera se besan mientras juegan a un juego nuevo, viejo, peligroso. El de jugar que no hay nada de lo que ocuparse. Sólo de ellos dos.
-Seguro que ya estás pensando en una novela. ¿O en una B.S.O.? Me acuerdo de cuando te dio por poner una y otra vez la música esa, la de la película de África. Y venga, y venga. Casi me volviste loco. ¿Es que acaso esa no es tu especialidad?


Marta sonríe para sí, y bruscamente, el gesto se muta en mueca. 
Es domingo por la tarde, es pronto aún, pero es tarde. Anocheció, parece otro día. Las cosas son como nunca fueron o como debieron ser hace tiempo. Y el lunes acecha, afilándose los colmillos, en la esquina.
-¿Es que siempre tuviste estos ojos y siempre supiste utilizarlos? 
 En la Plaza Mayor todo el mundo se ha puesto algo en la cabeza: ciervos, orejas, sombreros azules, antenas con mariposas. ¿Qué le pasa a la gente en Navidad? ¿Por qué tienen que adornarse las testas con lo primero que pillan en la caseta? Un misterio, quizás. Otro. Y Juan, que camina, con una extraña sonrisa. Y Marta, que ya no está tan risueña. Que le brillan los ojos. Que frunce los labios, decidida en los adentros.
-¿Recuerdas esa novela que me gustó tanto? La juvenil...
-¡Marta! No me pidas proezas, soy un hombre mayor. Intentar adivinar cualquiera de las novelas con las que te entusiasmas sería como intentar imaginar la superficie de un planeta de otra galaxia. 
-Tienes que acordarte. Era la segunda parte de una trilogía. Trilogía de Getafe. 
-Pues no... ¿no le das una pista a este hombre mayor? Piedad, piedad. 
La escena se desarrolla ahora junto a una farola. La luz ilumina los rostros de una mujer y de un hombre que se miran a los ojos. De vez en cuando, él la hace callar de esa manera que no se aprende.
-Había una chica y un chico. Y una tercera chica que narra la historia. Él era un chico malo, bueno, malo, malo, no. Todo lo malote que puede ser un chico de dieciséis años que anda perdido.
-¡Acabáramos! Ya salió el canalla. ¿Por qué os gustan así? Piratas, malotes, remedos de moteros... Así no puede ser. Un oficinista al borde de los cuarenta no tiene nada qué hacer. 
-Juan. Es importante.
Percibe Juan la gravedad en la voz de Marta. No le gusta cómo suena. No.
-Dime. Te escucho. 
-Ella... bueno, él... la tenía en la palma de la mano, ¿sabes?
-Claro, ¡cómo no!
-Anda, ya te acordarás de la novela. Fue una de mis obsesiones, casi me duró tanto como la de África. 
-Siendo así, lo recordaré. O mejor, leeré la novela. La trilogía entera. 

Hay un hombre agazapado en un callejón, junto a la Plaza. Dormita sobre cartones, sin casa, solo. Marta le mira al pasar y siente una extrañeza antigua. Qué hago aquí. Quién soy yo. No entiendo nada. Me estoy equivocando. No me quiere. 
La boca de metro llama a Marta ahora. Y ella, que mira al suelo, intenta soltarse del abrazo mientras le dice a Juan: 

-Me voy.
-¿Qué?
-Dame un beso. 
-¿Uno? Los que quieras.
-Dame un beso, como si fuese el primero o el último, Juan. Por favor.
Y Juan la estrecha, una vez más, entre sus brazos. Otra vez, pareja adolescente. 
-Me voy. Tengo que coger un tren. 
-Pero... volveremos juntos. Tengo el coche cerca de casa de mi hermana. Vamos allí, y volvemos tranquilos. Quizás podríamos... quizás... podríamos pasar aquí la noche y regresar mañana. -La mira, esperanzado.- Si tú quieres. Haremos lo que tú quieras. Ahora. Siempre.
Marta sonríe, triste. 
-No. Vuelvo sola. Tengo el billete.
-Pero, Marta. Quiero estar contigo. ¿Tienes miedo? Yo, también, un poco... Pero, si estamos juntos, Marta, si estamos juntos, todo pasará. 
-No, no es eso. No tengo miedo. Si fuese miedo. 
-¿Entonces? Marta, ¿he dicho algo? ¿No he dicho algo? Dime cuál es esa novela. La compraré, la leeré, me aprenderé párrafos enteros.
-No, Juan. No. Es más que eso. O menos. Anda, bésame. 

Se besan, se besan y se abrazan y Marta, sin avisar, sale corriendo hacia la boca de metro. Y desciende las escaleras. Hasta el infierno.
-¡Marta! ¡Marta! ¡Marta!

Antes de traspasar la puerta impertinente, Marta se gira.

-¡Juan! La clave de esta despedida es ese libro.  Él se marcha y no la besa. La deja ir. El cazador dispara al aire. Ese, es su regalo final. El mejor. El mío, también. 

-¿Qué? ¡Marta! Marta, no... no te vayas, pero ya se ha ido, ya no está y Juan se ha quedado como un pasmarote cualquiera en plena calle, en la ciudad  que está  triste, con esa pena prenavideña de zambomba y lentejuela desprendida, y se siente solo, y humillado, y quizás culpable, pues de pronto la imagen de Ana reclamándole su amor se le aparece, sin más.
*****


La mujer va escuchando una canción desde su MP3, en el tren nocturno, de vuelta a su ciudad. Hay una niña que sonríe y palmotea acunada en los brazos de su madre.  Cree Marta que le será difícil volver a reír, después de esto. Aunque es una superviviente, lo ha sido durante diez años. Aguantándose las ganas. Mordiéndose la lengua. Sintiendo frío en el corazón, como un día de invierno.
Hubiera dado todo por irse con Juan, por dejarse ir, definitivamente. Por cerrar los ojos y no pensar en el trabajo, en el despacho compartido, en los proyectos comunes, en los compañeros que creerán que siempre estuvieron juntos. No recordar a Ana, a la que aprecia aunque la odie, cordialmente.  Cómo no odiar a la mujer que Juan quiere. Tal vez hubiese podido obviar todo eso. Y más. Pero nunca hubiese superado el hecho de que Juan no estuviese realmente enamorado de ella.  Y eso, por muy ingenua que seas, Marta, es altamente improbable. Nunca podrías olvidarlo.
Marta empieza a sonreír a la niña,  porque es una superviviente. Porque  ha estado con Juan como nunca hubiese imaginado. Porque quién sabe. Quizás. En otro tiempo, en otro lugar, en otras circunstancias. En otra vida.

*****
Durante mucho tiempo, releyendo el final del libro de Silva, aprovechando que Ana estaba ocupada en unas cosas y otras (en la cocina, o de tiendas, o en el trabajo, o eligiendo las flores para la iglesia), Juan se preguntó por qué. Por qué se  fue. Por qué estuvo a punto de enamorarse de ella. Por qué, demonios del averno... ella desapareció.


Termina ya el relato por entregas Unas cosas y otras (si queréis, especie de folletín). Las anteriores partes, aquí: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX.
Esta historia me sabía a Luz Casal; he querido terminar con una canción que le iba muy bien a la primera parte de esta última entrega... por acabar con un poco de alegría. Aunque el  tema final está en el enlace, cuando Marta está escuchando en su MP3 otra canción de Luz: Me gustaría que comprendieras. En cuanto al final... Marta tenía conciencia, y era un poco novelera... así que ... Gracias por estar ahí.

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