Macarrones o la vida

Si los últimos días del 2011 se me fueron entre libros y lectura varias, estos primeros no le van a la zaga. Con una diferencia. Estoy cosechando muchas palabras, muchas lecturas... de vida.
Un niño aupado en los hombros de su padre escucha el discurso del rey (el de Oriente) en el que promete no traer carbón. El padre le recuerda que ha de procurar que en casa haya agua y leche para camellos y reyes, amén de algo rico de comer, pues son muchas las leguas recorridas y muchas casas a las que trepar por balcones, alféizares y escaleras. ¿Qué les vas a dejar? ¿Turrón, polvorones, mazapán? El niño calla unos segundos. Y, de pronto, se le dibuja una gran sonrisa mientras exclama: ¡Macarrones!
Acabadas ya las fiestas descubro que mi cafetería favorita, esa en la que paro a tomar café con leche, a leer el periódico y a escuchar conversar a la gente joven (lo confieso, un vicio como otro cualquiera) está abierta ya. Qué alivio. Allí, mientras me reconforto los adentros con el café caliente, se me alivia aún más el corazón al observar (a veces, con disimulo, otras, rayando en el descaro. Lo confieso.) a una chica muy joven, morena, con el pelo largo, negro y liso y el rostro amable, como de luna llena. Ella es cautivadora, con su camisa de cuadros blanquinegros, sus leggins y sus zapatillas rojas, pero él, el joven que la mira, totalmente arrebolado, lo es más aún.
Y pensar lo que se reirían si leyesen esto. Arrebolado. Me hago mayor, sin duda.
A lo que voy. Ella habla y habla, mientras toma té (hay mujeres que han nacido para tomar té. Otras no.) y él la mira, callado. Otro observador descuidado (o situado en una grada sin buena visibilidad) concluiría que la cháchara de ella le aburre, pero no. Estoy muy cerca y sé lo que ella le cuenta: le cuenta de un amor que le ha traído problemas con otra chica, un amor que (me parece a mí) no es de fiar pues gusta de jugar con varios naipes escondidos, por aquello de asegurarse la partida. Le cuenta, también, que no es capaz de organizarse, no, y que se le pasará enero y no será capaz de ponerse con el trabajo de diseño gráfico y que ya se está viendo, el último día, hasta las cuatro o las cinco, los ojos abiertos de par en par, sin uñas, destemplada y destemplándose ante la posibilidad de no llegar. Le cuenta que quiere viajar, que quiere irse, recorrer Europa de punta a punta, o quizás, algún día, bajar a África. Él no dice ni una palabra pero los ojos le brillan mientras inclina su cuerpo (es apenas imperceptible si no tienes una buena mesa, afortunadamente sí lo es la mía) bebiendo lo que ella dice, abismándose en sus ojos, bebiéndosela entera. Serán amigos o compañeros de Facultad. Pero él está cautivado, con su jersey a rayas, sus tejanos rotos y sus gafas de pasta. Y ella lo sabe. Y ahora, yo también. 
Saliendo del bar me tropiezo con un beso. Un beso lento. Un beso que sabe a años y a cosas compartidas, muchas. Un beso que se da una pareja de mediana edad envuelta en un abrazo, sin prisa, sin vergüenza. Y sonrío. (Mientras estas cosas me hagan sonreír, creo que llevo bien lo de la edad.)
A pesar de leer la vida en la calle (una inmejorable lectura) acabo de terminar Lugares que no quiero compartir con nadie de Elvira Lindo. Entre todas las impresiones, sentimientos, personas... de su vida en Nueva York, me llama poderosamente la atención lo que ella llama empacho de.  Unos tres libros que no ha escrito nunca por ese llamado empacho (o pensar/investigar/leer compulsivamente y en exclusiva sobre un tema para un libro); sobre Lorca, Capote y Chéjov. Y, claro. Guardando las distancias, recuerdo hoy varias historias que en su día quise escribir y quedaron en nada. 
Y otra lectura, Los amores lunáticos de Lorenzo Silva (novela juvenil que los adultos que quieran recuperar el sentido de lo importante no deben perderse) me deja unas cuantas definiciones del amor y de la amistad  memorables (de ahí lo que yo decía. El autor de El ángel oculto sabe contar historias de amor, vaya que sí) pero me quedo con ésta, sobre lo que es un amigo:
Amigo es quien nunca se permitiría quitarte nada. Aunque ni siquiera puedas tenerlo.
Y como es tradición hacerse buenos propósitos a uno mismo, aquí va el mío: me propongo no perder demasiadas historias, ni por empacho, ni por pereza, ni por indecisión, ni por tibieza.

Comentarios

Xibe ha dicho que…
:) Salvando las (enormes) distancias, yo también he abandonado historias por empacho. La mejor manera de (intentar) evitarlo es escribir a toda pastilla y acabar como sea. Si no vale para nada, a la pepelera. Y si vale, entonces merece la pena ponerse a pulir.
Pero lo peor son las historias que se quedan en el limbo, sin poder demostrar su valía.
Abrazos
María Antonia Moreno ha dicho que…
Cierto y buen consejo, Xibeliuss

Un abrazo