Una muchacha en un parque

Tú y yo sabemos que es cierto
  
Siento una ternura inexplicable cuando paseo por un parque cualquiera y descubro a un lector, a una lectora. A un hombre o a una mujer que, perdidos de sí mismos y del mundo, leen absortos, con la mirada encendida; el corazón y las manos ocupados en una historia. La historia puede ser real o ficticia, quizás una novela negra (la verdad vestida de ficción), una noticia económica (no, por favor, más no), un haiku o la letra de una canción (Pongamos que hablo de Madrid, por ejemplo). Es una ternura que me lleva a sacar el móvil para hacer la foto de rigor y, luego, me arrepiento y la borro, por aquello de que nunca estoy seguro de si a él o a ella le hará maldita gracia. El retrato. 
Ese sentimiento me asalta cada vez con más frecuencia, y yo, obsesionado con esto del tiempo y de la edad (hace 20 años esto no me pasaba) me pregunto si no será que uno se vuelve ñoño según pasan las noches. Y los días. Precisamente, este domingo de noviembre, avisté unas cuantas piezas diseminadas por los parques de mi ciudad. Un hombre que leía un libro, una mujer que pasaba las páginas del diario, una pareja de jóvenes que se parapetaban detrás de una revista del corazón (insensatos), una muchacha.
Quizás no he sido del todo sincero. Quizás me cuesta reconocer que hay cosas, que hay personas, que hay imágenes que vuelven y me vuelven. Pensativo. Nostálgico. Tontorrón, si se quiere. 
Una muchacha en un parque. Hace de eso más de veinte años. Ella estaba sentada, leyendo un periódico (no recuerdo cuál). La observé, desde lejos. Era morena, joven, delgada, hermosa. Cómo no va a ser hermosa una muchacha que lee en un parque. La observé. Parecía triste. Hermosa y triste. ¿Es que hay algo más? ¿Es que se necesita algo más para querer, para anhelar borrar esa tristeza? Posiblemente, sí. Unos ojos. Una manera de leer, de pasar las páginas del diario. Una forma de desviar la mirada, más allá de los parterres, de los árboles, del dedo enhiesto de Cristóbal Colón
Recuerdo que quise distraerla de su pena. Me recuerdo acercándome con cuidado, para no asustarla (esos mirones de los parques, esos moscones... dios mío, no me estaré convirtiendo en uno...). La saludé, intercambiamos unas palabras. Era una tarde de primavera, ventosa, con muchas coincidencias con este otoño. Quise invitarla a un café, arrancarla de ese banco del parque. Gracias, pero tengo que marcharme, me están esperando en otro sitio. Se alejó y yo me sentí tonto. Y un poco... cómo explicarlo. Tierno.
Yo tenía treinta años, ahora sobrellevo los cincuenta. No he vuelto a verla. Me pregunto si encontró a alguien que borrase su triste sonrisa. Quizás ya lo había encontrado y por eso fue que se marchó. Me esperan en otro sitio. Gracias.
Sobrellevo los cincuenta y paseo por los parques. De vez en cuando, avisto a un lector, a una lectora. A una muchacha. Y pienso si no será que aún los busco. Aquella muchacha, aquel parque, aquella tarde de primavera. Aquel tiempo. 

Comentarios

Xibe ha dicho que…
Cuando vivía en la ciudad yo era mucho de leer en los parques. Y me gusta ver a la gente que lo hace.

Un ambiente muy bien conseguido, Mª Antonia.
Abrazos
María Antonia Moreno ha dicho que…
Ahora vives en un inmenso parque... y sí, te imagino leyendo en uno, también en ese tan maravilloso en el que vives.

Gracias, Xibeliuss, un abrazo
Isabel Barceló Chico ha dicho que…
Qué post tan otoñal y melancólico... Siempre buscamos a alguien que vimos alguna vez en el pasado y representa lo que nunca tendremos, con ese misterioso manto de lo hermoso que solemos poner a lo desconocido, a lo nunca vivido que sigue siendo deseado.
Maravillosa Luz Casal. Besos, querida amiga.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Siempre el recuerdo y el anhelo de lo que pudo ser y están unidos a la melancolía, Isabel. Pero hay que girar la cabeza justo lo necesario para volver a mirar hacia delante... A mí me encanta Luz. (ves? no todo es Manolo, jeje)

Un abrazo, amiga