¿Me llevas? 16

La historia viene de aquí

El sol calentaba la lona de la tienda que se había convertido en una caldera del infierno, roja y blanca. Abrí la puerta para ver el mar y el cielo; Lola abrió los ojos y me sonrió. Juro que nunca nadie me ha vuelto a sonreír así.

Desayunamos fruta, galletas y agua, sentados en la arena. Era aún pronto y nadie había bajado a Beliche. Nos bañamos después, sin acordarnos del bañador. No hablamos esa mañana. No podíamos, ni queríamos; nos lo habíamos dicho todo ya. Todo lo importante. Pasaron las horas fugaces como cuando eres feliz. Comimos. Nos metimos en el agua. Visitamos la pequeña cueva y volvimos a recordar lo que allí había pasado. Llegó la tarde. Lola me miró y supe que era el momento de marchar. Recogimos todo y subimos la bendita escalera por última vez. Arriba, junto al coche, miramos la playa en la que ahora estaba la pareja del día anterior y una familia con cuatro niños pequeños, haciendo castillos de arena. Entonces, Lola, me dijo, nos vamos y mi castillo se desplomó.

Vamos al Cabo de San Vicente, ¿te importa? Estaba hablándome como el día anterior, cuando no nos conocíamos y no me gustaba. He estado en pueblos, playas,… pero me queda el cabo antes de volver a casa. Es la barbilla de la Península. Para, Lola. Para aquí mismo, casi le ordené. Detuvo el coche en una encrucijada de caminos. ¿Qué ocurre, Ernesto? Y me lo preguntó como si estuviésemos en el médico. No, Lola. No me hables así sólo porque ahora volvemos y parece que has decidido que se terminó. Yo… No. Si lo haces me bajo del coche. No soporto que me hables como si no me conocieras, como si no hubiese pasado todo lo que ha pasado entre nosotros. No. Ella miraba al frente, sin contestar. Le tomé la cara entre mis manos y vi que estaba llorando, silenciosa. Tampoco aguanto verte llorar. Te quiero, Lola. Y la besé largo y profundo. Cuando separamos nuestras bocas, creí escuchar, yo también te quiero, Ernesto.


Fuimos a la barbilla de la Península. Nos sentamos y contemplamos los acantilados y el mar, vasto e infinito, que cambiaba de color según la profundidad. Nos sentamos y nos miramos, guardando en nuestra memoria nuestros rasgos, nuestras sonrisas, para después recordarnos y no perdernos. Vimos atardecer y luego, volvimos. Yo al cuartel y ella, a casa.

El viaje transcurrió entre música y paradas para besarnos y hablar, ahora, de cosas intrascendentes, como si quisiéramos llevarnos todo el uno del otro. Me gusta el color azul. A mí el blanco. Me encanta el arroz. A mí no. Me gusta esta canción. A mí también. Me gustas tú. Y a mí tú.


Casi eran las 8 cuando me dejó a las puertas de la base militar. La besé dentro del coche, no salgas, no hace falta. ¿No me das tu teléfono, tu dirección? Yo me llamo… y le recité mi nombre y mis apellidos y la dirección de la base. No, Ernesto. Te escribo yo y te llamo yo, ¿de acuerdo? Ten, por si quieres poner una foto mía en tu taquilla… Nos besamos por última vez. La vi partir, con el alma hecha añicos, y con otra certeza. (Tenía razón Eutimio, no hacía más que pensar). Supe entonces que no la vería nunca más.

El Cabo de San Vicente y el faro. Fotos de Mª. Antonia Moreno.

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