Zoé se sentaba en el pasillo, frente a la puerta. Se balanceaba, adelante, atrás, adelante, y agudizaba el oído para escuchar el sonido familiar de unas llaves. Se me partía el corazón. Y me enfurecía. Estaba enfadada con la vida, con los inconvenientes, con el saldo exiguo que me arrojaba la cuenta, con los cuarenta que se acercaban inexorables, con el sol si salía y con la lluvia si se atrevía a mojarme. Una tarde no pude resistir más la visión de mi hija en el pasillo, meciéndose a si misma en medio de tanto dolor. La cogí en brazos y la senté en el sofá, me agaché y le dije que nunca más, que él no iba a volver, nunca. Zoé no dijo nada, no chilló, ni protestó. No volvió a sentarse en el pasillo y tardó en sonreír. Mucho. Hubo algo que se rompió aquella tarde, algo que aún está roto y no sé reparar. Así es el juego de la vida, imagino. Es una mujer muy capaz, muy hermosa, muy inteligente. Será por aquello que no quiere tener un hombre a su lado, por si no vuelve nunca.
Comentarios
Creo que el que su historia no haya tenido la aceptación en otros medios es por negar el dolor de esta situación y no dejan en evidencia algo que es tan evidente luego de las rupturas.
Hombres pueden haber muchos, pero lo que se ha perdido es la noción de padre, el ser padre.
Cecilia
Un beso
Por lo menos, en el caso que nos ocupa es así.
Hay casos así y hay padres que no, que siguen ahí para sus hijos, afortunadamente...
Un abrazo
Un beso
espero tu vuelta, gracias!
Un beso