¿Estás ahí? En Santa Teresa, California

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He vuelto a descubrir lugares de mi barrio. Cosas pequeñas, cosas tontas. Un kiosko, una frutería, una peluquería que se anuncia con dos ss (ah, esos nombres que se intentan adaptar del inglés para ser más cool). Cosas así. Un edificio nuevo en el que no me había fijado antes. Los almendros, que llevan la primavera en sus flores y otros árboles maravillosos que florecen ahora y no sé cómo se llaman. Será por eso que he leído X de rayos X de Sue Grafton. 

Por la mañana salí a correr los cinco kilómetros de rigor con el piloto automático puesto. Dado lo monótono del tiempo, no podía recurrir al pretexto de la lluvia para quedarme un rato más en la cama. 

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Fue por los años 80 cuando Grafton se divorció y se inventó a la detective Kinsey Milhone para resarcirse de los sinsabores de la ruptura (económicos, emocionales...). Quizás por eso Milhone es ferozmente independiente, come pepinillos, bocadillos, hamburguesas, helados y refrescos con todas las calorías. Fue por los años 80 cuando descubrí El Alfabeto del Crimen (A de adulterio, B de bestia, C de Crimen...), cuando tener treinta y tantos y correr cada mañana cinco kilómetros se me antojaba algo mítico. Aún me lo parece, conste. Sobre todo lo de correr. Lo otro se me antoja una suerte. 

Me llamo Kinsey Milhone. Soy investigadora privada y propietaria de la agencia Investigaciones Milhone. Soy mujer, tengo treinta y ocho años, me he divorciado dos veces y no tengo hijos. Y así pienso seguir mediante el uso escrupuloso de las píldoras anticonceptivas. 

Por eso, mientras observo curiosa y desconcertada las nuevas relaciones de los vecinos del barrio ( chiquillos que crecieron y se van en bici con las novias... cosas así), estos días he estado en Santa Teresa, California, la ciudad ficticia donde vive y trabaja Kinsey, la ciudad que se inventó Ross Macdonald y que no es más que una versión de Santa Bárbara, California. 

Una presencia constante en la vida de Kinsey es Henry, su casero, su vecino, su amigo octogenario. Con él, suele cenar en el bar de Rosie. 

El local de Rosie no era un sitio popular. La decoración, si es que se la podía denominar así, era demasiado hortera para una clientela sofisticada, y el ambiente demasiado rancio para seducir a los más jóvenes. (...) Con la esperanza de ganarse la lealtad de sus parroquianos, Rosie había comprado una máquina de hacer palomitas. (...) El tufillo a aceite caliente y a granos de maíz quemados proporcionaba un contrapunto acre al aroma de las especias húngaras que impregnaba el ambiente del local

Los libros de Sue Grafton me los llevaba en préstamo de una biblioteca pública de mi ciudad. Era una biblioteca pequeña, en la que se pavoneaba, orgulloso, el fichero de madera y múltiples cajones que atesoraban el SABER: apellido, título, materia... ¡Signatura!

También la investigadora Milhone va a la Biblioteca. Ella, a realizar su trabajo.

Me acerqué al mostrador principal, donde una bibliotecaria seleccionaba libros y luego los colocaba en un carrito para devolverlos a las estanterías. Según su placa identificativa, se llamaba Sandy Klemper y era la jefa de la biblioteca. Parecía recién salida de la universidad: una rubia de veintipocos vestida con una blusa blanca, un jersey verde menta y una falda de tweed verde y gris.
La bibliotecaria levantó la cabeza y me sonrió abiertamente.

-¿En qué puedo ayudarla?

Yo, a viajar.

-¿Tiene El Alfabeto del Crimen? Es que me mudo a Santa Teresa, California. 






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