Fuente Dé



Uno, que ya no cree en (casi) nada, se vuelve creyente en Fuente Dé. El tiempo se tornó brumoso y húmedo, la gasa de las nubes se enredó en las cumbres y el cielo tenía un color feo, plomizo. Uno sabe o quizás solo intuye, que lo que tiene enfrente es algo trascendental, único, poderoso. El mejor altar que un dios pudiera desear. El altar de lo majestuoso, de lo inexplicable, el altar que desazona a las hormigas mortales que estamos en la base de las montañas, mirando, entre aleladas y temerosas, la inmensa mole pétrea que se alza ante nosotras. 
Hay quien se aloja en el Parador; montañeros, senderistas, amantes de la escalada y del riesgo. Miran, ellos también, a la montaña. Aquí se viene a rendirle tributo: desde el teleférico, desde el mirador, desde el aparcamiento, con la boca abierta y una sensación indescriptible que te anega el alma. Nostalgia, saudade, morriña, tristeza. Llámese como se llame, el júbilo no encuentra alojamiento en Fuente Dé, no cuando la piedra milenaria, ajena a los pesares, se eleva sobre lo mortal y lo inmortal. Impasible, severa. Llena de la gracia del tiempo. 

Comentarios