Sabrina, Vianne, Renné, Violeta

Termino la última novela de Màxim Huerta, Ne me quite pass, (No me dejes), con la intensa sensación de estar cruzando todos los puentes de París mientras degusto una onza de ese chocolate que Vianne recetaba a sus vecinos. A esos vecinos del pueblo francés al que arribó Johnny Deep, cuando estaba más joven y menos castigado por la vida, los tatuajes y las acusaciones de maltrato. 

En las páginas de la novela parisina de Huerta no hay chocolate, aunque sí cafés o tés ... en terrazas, en Shakespeare and Company y en la floristería de Dominique. Dominique adjudica flores a sus clientes como quien receta jarabe para la tos, pastillas para el dolor de cabeza, colutorios para el alma. Suele, también, añadir palabras a las tarjetas que acompañan los ramos, si juzga que el cliente no está inspirado. El florista guarda, como todos, una pena íntima. Mercedes y Matilde, asiduas clientas del señor Dominique Brulé, también. Violeta, la joven muchacha con nombre de flor, atesora un desengaño, un secreto y un anhelo. Y luego, París. La ciudad sobre la que la lluvia no cae, sino que llora.

Leyendo Ne me quitte pas, no podía dejar de pensar en Sabrina, la muchachita de una sola ceja que atraviesa París incansablemente, huyendo de una pena de amor. En el proceso, Sabrina (más Julia Ormon que Audrey Hepburn) se depila las cejas, se corta el pelo, viste más femenino y se vuelve increíblemente hermosa. Y entonces sí, entonces, él, el hijo de la rica, el mujeriego y atractivo  (Greg Kinnear en la versión del 95; Willian Holden en 1954) se queda prendado de la hija del chófer y decide conquistarla a toda costa, en contra de su madre, de su hermano mayor, de su prometida. Se trata de un sinsentido efímero y artificioso y, así, Sabrina, la adorable muchachita, termina enamorada del mismísimo Humphrey Bogart y de Harrison Ford en persona. Y lo mejor, es correspondida. A la Violeta de Ne me quitte pas le ocurre algo parecido, también encontrará a su Bogart, a su Ford. Un hombre algo mayor que ella, pero sin duda atractivo y responsable, que será su amor. Su amor verdadero.




Comparar a la Binoche con el señor Dominique Brulé es casi una blasfemia. Pero algo comparten, ese misterioso don de saber cuál es el chocolate perfecto, la flor adecuada. Si con vainilla, si una rosa, si con pimienta, si un crisantemo o un clavel.




Quizás también algo haya de Reneé en Dominique, esa portera cincuentona con apariencia vulgar, que gusta de leer filosofía y que ve, una y otra vez, Muerte en Venecia. La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, es otra novela de atmósfera francesa que destila sutileza, soledad y pena. Y es que existimos por el otro, sonreímos por el otro, necesitamos al otro. 

París, en cualquier caso, es la protagonista absoluta de la última novela de Huerta. París y sus cafeterías, sus muchachas jóvenes y sus mujeres mayores, su tristeza, sus puentes, sus plazas y su luz grisácea en otoño, azulada en primavera. 

No puede faltar en esta reseña la BSO de la novela, que la disfruten: 



Con esta lectura, cumplo el requisito 12.Un libro ambientado en un país limítrofe con el tuyo . Me decidí a leerlo por El escondite de Marycheivis

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