Tobillos

Hay un termómetro infalible para medir las consecuencias del paso del tiempo. Febrero y tobillos. La moda dicta que las jovencitas paseen sus tobillos al aire, pantalones arremangados como los de Tom Sawyer, convenientemente rasgados para dejar ver trozos de piel rosada por acá y por allá. Los tobillos, desnudos y blancos, depilados e hidratados, aletean sobre unas zapatillas de loneta de colores claros o verde oliva. Los tobillos, nada de arrugas, ni flacidez, son los que marcan la frontera entre la juventud y aquello en lo que nos instalamos los demás; los que luchamos por no hacernos viejos, ni ñoños, antes de tiempo. ¿De qué tiempo? Del nuestro, por supuesto. Nunca somos lo suficientemente viejos para serlo (o sentirlo que, aunque no es lo mismo, nos lo parece). Curiosamente, esto de enseñar tobillo se ha extendido también al género masculino. Muchachitos con pantalones apretados que enseñan carne escasa y lucen tupés de escándalo (que aprovechen ahora que la alopecia hereditaria aún no les ha alcanzado, pensarán sus congéneres talluditos. Que aprovechen a marcar tipo, antes de que la felicidad o la falta de ejercicio les engrose la cintura).

Tobillos y febrero. No hay más frontera que separe juventud de este limbo en el que nos situamos los demás. Los no jóvenes, los no viejos, los que navegamos entre una cosa y otra (sin las mismas ganas que a los veinte. Qué horror de anuncios). Llegarán la primavera y el verano y querremos desnudarnos los tobillos, calzados nuestros pies con sandalias romanas. Pero no. Entonces, los jovencitos implacables, se enfundarán botas de ante, con agujeros para garantizar la transpiración debida, y todo se irá al traste. Ni la ilusión, nos dejan.


¿Qué pensará ella? (Grafiti en una puerta de un garaje. Barrio del Oeste, Salamanca)

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