Actitud

Este blog va camino de convertirse en un blog de autoayuda o, como dicen por ahí, un coach emocional. (Lo escribo por los títulos de las últimas entradas, que si Es imposible pero voy a hacerlo, que si Propósitos). Prometo enmendarme y el próximo post que escriba versará sobre lectura (a fin de cuentas, no me he leído yo dos trilogías negras, una novela isleña de Alexis Ravelo y un libro más que inquietante de una guionista inglesa para no acabar de contarlo aquí. Ea. Ya saben, efecto Dominguín/Ava). A lo que íbamos.

Hace de esto unas semanas. Iba yo (perdonen la reiteración, apenas tengo tiempo para buscar sinónimos con el botón derecho del ratón), viajaba yo (no era tan difícil) en el autobús, cuando una señora se montó en una de las paradas. Era domingo por la tarde y hacía frío, amenazaba lluvia y la buena mujer portaba una bolsa que se adivinaba pesada. Con tono amable, le preguntó al conductor si podría avisarla cuándo viera la estación. ¿Avisarla? Pues ya la verá cuándo aparezca, contestó el energúmeno en su segunda acepción. Sentada en la primera fila, no pude evitar intervenir. No se preocupe. Ya la aviso yo, que me bajo allí. La señora me miró, agradecida. A falta de una parada, el conductor, con toda la cachaza del mundo, se atrevió a recordarme: La avisa usted, ¿verdad señora? 

Una hora después, despedidas en los andenes, una pareja de mediana edad dándose el lote en el banco como si fuese época de dictadura (acuérdense, cuándo las parejas iban a las estaciones a abrazarse), y madres y padres despidiéndose de los niños talluditos, que volvían al trabajo tras la Navidad. El tren se puso en marcha, y apareció el revisor: Su billete, por favor. Gracias. Detrás de mí viajaba un hombre entrado en la setentena que empezó a buscar, cada vez más desesperado, eso. Su billete. En el bolsillo de la chaqueta. En la maleta. En el asiento. En el suelo del vagón. Nada. No aparecía. El billete no estaba. El revisor, paciente, y con una sonrisa, le conminó a tranquilizarse. Tranquilo, señor, que todo tiene arreglo. Le dejo que lo busque tranquilamente, que seguro que aparece. A la media hora, el revisor vuelve y ni rastro del billete. ¿Se impacienta? ¿Alza la voz? No, sigue intentando calmarle. No se preocupe, cuando lleguemos a la próxima parada, le ayudo a buscarlo, seguro que se le ha caído. Tranquilo, que todo tiene solución.
Esa parada era la mía y no llegué a saber qué ocurrió. Quizá el viajero tuvo que pagar el billete otra vez, o el tique escurridizo decidió que ya estaba bien de bromas. 

No hace falta que escriba más, ¿verdad?

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