Una taza de té

Ha sido hace relativamente poco que empecé a tomar té. Buena parte de culpa la tuvo una caja de tés llegados de Francia, regalo de una mujer gris perla que, literalmente, se me echó encima en una de esas carreteras que van a Ávila. La caja en cuestión, durmió el sueño de los justos en un armario de la cocina sus cuatro años largos (qué quieren, yo era más de café). Y un buen día, sin saber muy bien por qué ni por qué no, abrí la caja y empecé a probar variedades de té (los saquitos estaban envueltos en papel plata y eran de tela. Un lujo asiático o de por ahí). Que si Darjeeling, que si Breakfast, que si Earl Grey. Que si, que si. El Chai no lo probé en la caja (no sé si es que aún no estaba de moda) más tarde, me ha gustado mucho. Pero, finiquitada la caja y sus tés, me acerqué al Mercadona y me armé con variedades de marca blanca (qué quieren, una no es tan sibarita como debiera), y así fue como descubrí el Té con Vainilla y Caramelo y el Té con Canela, que cualquier entendido en té les dirá que no es té, ni nada, sino golosina pura y dura. Bien. Pues aquí me tienen. Con un par de teteras y disfrutando, cada tarde de domingo de otoño e invierno (soy más de té en las épocas frías), de un buen té dulzón con leche. Ah, sí. Con leche y doble cucharada de azúcar. 

Toda esta introducción acerca del té es para hablarles de una novela (qué cosa tan rara, ¿verdad?). En concreto, del último libro de Kate Morton, aunque lo que les cuente o refiera bien podría extenderse a toda su producción bibliográfica, desde La Casa de Riverton, Las horas distantes, El cumpleaños secreto o El jardín olvidado. Pero acabo de leer El último adiós y es justo que hable de este último saludo de despedida. O lo que sea. Sí, porque leer a Morton es como tomar una taza de té con leche, bien caliente y bien azucarado, una tarde de invierno. Uno va leyendo y, no importa lo que le ocurra a la protagonista, no importa si alguien muere o se sospecha que ha muerto, ni siquiera importa que aparezcan, una y otra vez, una puerta secreta, un jardín secreto, un pasadizo secreto y una niña especial, que dibuja o escribe. Siempre hay una casa en medio de un jardín maravilloso, y niños especiales, observadores y guardianes de pequeños (o grandes secretos). Y siempre hay desapariciones, malentendidos, misterios por resolver y meriendas campestres y amores arrebatados. Pero no importa. Tú sigues leyendo con la confianza de que todo saldrá bien, de que Morton hará que las piezas encajen y el círculo se cierre y, si no entiendes el porqué de un personaje secundario, no te apures que ya te demostrará la novelista el papel tan importante que juega en la historia. Tú, sigues allí, atrapado en las descripciones de los personajes, en sus zozobras, en sus pesares, en las migajas que la autora tiene a bien dejarte (un poco engañosamente), disfrutando de tu taza de té, sintiendo cómo la manta te abriga las rodillas, sabedora de que sí. De que todo irá bien. 

En la narrativa de Morton siempre se cuelan hadas y niños dickensianos, pandillas como las de Blyton y muertes como las que planteaba la reina del misterio, Ágatha Christie. Mujeres y hombres extraordinariamente guapos y buenos (si se malogran es por la mala suerte o la guerra); mujeres y hombres abnegados e inteligentes; mujeres y hombres insufribles y egoístas. Malos, malísimos y buenos, buenísimos. Y eso siempre reconforta. Como una taza de té. No me malinterpreten. Me fascina el éxito de los libros de Morton; lo bien documentada que está y la ligereza y rapidez de su escritura que te envuelve en ambientes, en paisajes. De vez en cuando, viene bien sentarse y parar a contemplar el paisanaje. Con té. 

Por cierto, en la cubierta de El último adiós, se dice por la autora de El jardín olvidado. No en vano, fue en esa novela donde Morton alcanzó la perfección de su estrategia literaria. 

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