No estuve allí


Con la misma vehemencia con que reivindicamos los derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo pueda ser un poco mejor. José Saramago.

Cuando estuve en Lanzarote, no pude visitar en Tías la Casa Museo de José Saramago. No recuerdo si fue porque pasé por la tarde, y estaba cerrado. O porque estando en Lanzarote sólo tuve tiempo para César Manrique, los colores inauditos de las playas y las aguas, los paisajes lunares y extraños y el viento del Sáhara que volvía locos a hombres y a bestias. No lo recuerdo, hace ya tiempo de ello. Demasiado. 

Tal día como hoy nacía José Saramago, en 1922. En Lanzarote fue muy feliz, y ahora pienso si no fue por la aridez de la isla. Es una aridez falsa, porque hay mucho de fértil entre las arenas negras (esas vides que se cobijan, rodeadas de tapias. Ese azul en el cielo y ese mar. Esas islas amarillas que pueden verse desde sus miradores. Ese viento que enloquece cuando sopla y serena al irse si no para siempre, por días o semanas...). Quizá en esa casa, en la isla, Saramago podía recogerse y pensar mejor. Más profundo y sosegado. 


      

Los relojes en la casa marcan las cuatro de la tarde, la hora en la que conoció a Pilar del Río. En el salón, desde puerta y ventana se contempla la mejor obra del mundo: el mar. El jardín, que antes fue erial, es fecundo y sosegado, con un olivo, un granado, una silla aguardando. En la cocina está la mesa en la que reunía a sus amigos, intelectuales o no. 

Quizá no la visité porque he de volver. Siempre hay que dejar algo (un paisaje, un pueblo, un horizonte, una casa) que te incite al regreso. Lanzarote me atrae y me desazona a partes iguales. La casa de José Saramago parece un oasis de serenidad que enamora, y me pregunto si dentro de sus muros el visitante alcanzará a entender el porqué del amor de Saramago a la isla. 

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