La bolillera y el violinista

Sábado por la tarde y un violinista que toca canciones tristes. La Plaza de Anaya reverbera de propios y extraños, de perros y niños pequeños, de parejas aburridas y novios tocados por el halo de la felicidad hormonal. Sentados en los bordillos, en los bancos, en los muretes de la Catedral Nueva, están los homus vigilantis, capturando caras, vestimentas, voces. Dejándose empapar de los murmullos de la vida sin sumergirse en ella. Los paseantes casi no reparan en ellos o, si lo hacen, caminan sin prender sus ojos de los suyos, por aquello de la incomodidad. 

El violinista se acompaña de un perro viejo y un fondo de piano para acunar los temas musicales. Toca bien, el violinista. Una niña se acerca, con susto y emoción, y deja en el estuche del violín una moneda. El perro la mira, el violinista sonríe. Una pareja joven se aproxima, con un bóxer joven, chulo, henchido de poder. El viejo perro se yergue y huele el peligro. La juventud es tan insolente. Ladra, se agita, mira fijamente a su rival. El otro no se achanta y el perro viejo va a por él, dueño de unas fuerzas que nadie le suponía. El violinista separa al macho viejo del joven; su perro obedece a regañadientes y el chucho jovenzuelo se marcha sin abandonar su posición de desafío. Qué atrevimiento. El violinista se sienta un rato y el perro ordena su cama; mueve el cojín, extiende la lona, se tumba, se levanta. Decide volver a la tierra, junto al árbol centinela. Es entonces cuando llega ella. La bolillera. 

Es una mujer vieja, de pelo blanco y sonrisa de alcanfor. Lleva un carrito de la compra y una bolsa de plástico que anuncia el comercio de Aveiro; sobre los hombros una pañoleta roja con borlas blancas. La bolillera saluda al violinista, el mejor violinista de Salamanca, y le pide a una niña que le deje sitio. El suyo. Junto al viejo perro y el árbol centinela. Riendo, saca sus muestrarios de encajes, mientras mueve su cabeza blanca. Vaya unas horas de llegar. Pero es que he estado de santo. Y es que la bolillera también tiene derecho a descansar, ¿no crees? El violinista vuelve a tocar una canción triste y la bolillera se mece, mientras opina que es preciosa. La vida sigue, preciosa y triste, desangelada y bullanguera. 

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