El amante japonés, de Isabel Allende

Estaba lidiando con la lectura de otra novela, y no era capaz de creerme al protagonista, su amor, su pobreza, su frío o su desesperación. La narración era correcta, la historia cabalgaba derecha, como un potro desbocado o un ford bien engrasado. Pero. No sentí emoción. Ninguna. Así que dejé aparcado el novelón y me puse con otro. Con otro novelón. 
No hay sorpresas en El amante japonés, es más Allende, más de lo mismo. Su pizca de realismo mágico (esos velos malvas y esa maldición de fantasma desgraciado); su pizca (o tonelada) de sensualidad; su pizca (o quintal) de derroche de adjetivos; su pizca de nacimiento, crecimiento y muerte. La Irina de Lake House es tan parecida a Maya, la heroína de El cuaderno de Maya ( ambas tan parecidas a Lisbeth Salander); Alma Velasco es tan parecida a la abuela aventurera Kate Cold. No hay sorpresas. La narración va hacia delante y hacia atrás como una mariposa en un jardín japonés, volando entre el amor pasional y el fraternal. Pero, ah. Ahí está la emoción, sí. Es inevitable. Quizás Isabel Allende siga escribiendo el mismo libro una y otra vez, perdida en los mismos personajes, en los mismos afanes de la vida. Sin encontrar la salida del laberinto que es su literatura.

Pero siempre que leemos a Allende nos asalta la emoción. 


No me arrepentí de haber aparcado el Ford y conducir el brioso cochecito  de Alma Velasco

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