Érase una mujer a una nariz pegada...

Hace ya mucho tiempo. Yo tenía once o doce años, y los complejos propios de una preadolescente. Que si rasgos irregulares, que si unos brazos y unas piernas raras, que si unos ojos color charca y una predilección por lo dulce que décadas después sigo arrastrando. Menudencias. Por eso, es lógico y normal que recuerde a aquella mujer, entonces una chica de veinte y alumna de Magisterio en prácticas, que un buen día aterrizó en mi clase de sexto de primaria (calculen: una treintena de niñas con las hormonas creciendo y multiplicándose en un revoltijo sin igual).

Desde mis doce, ella era mayor y sofisticada, los ojos aguamarina y la melena rubia, de ese tono en el que suelen oscurecer las melenas claras en las personas que fueron muy rubias de niñas (y no se fíen del anuncio. Si se tiñen, se nota que es tinte.). Por aquel entonces, a mí, que siempre me gustó la literatura, disfrutaba como una enana con los libros de detectives y me aburría sobremanera con Quevedo y Cervantes, por más que eran, son y serán lo más. Pero, qué quieren. Por entonces, lo de Un soneto me manda hacer Violante y En un lugar de la Mancha, no me decían mucho. Más bien, nada. Me gustaba más viajar a lo profundo de la Tierra o dar la vuelta al mundo buscando un rayo verde. Pero entonces llegó ella. Con sus ojos claros, su sonrisa y una nariz imponente. En honor a la verdad, su nariz pasaba desapercibida entre tanto atractivo. El primer día leyó aquello de Érase un hombre a una nariz pegado, y enseguida dijo, como yo, y volvió a leer el poema entero. Sólo que ya no era un hombre el prota, sino una mujer: ella. Quedé fascinada con esa chica joven que entonces me pareció mayor y muy sofisticada. Ella no se fijó en mí; yo era una más entre las treinta niñas que sonrieron aquella tarde. El tiempo se ha encargado de acercar nuestras edades; ahora es una mujer (qué curioso), un poco mayor que yo.

Así son los doce años
Desde mis doce años a ahora, la he visto tres o cuatro veces, pero siempre, siempre la reconozco. Es inconfundible. Está un poco más rellenita (tiene un par de hijos, que yo sepa), se cortó el pelo hace mucho y se lo alegró con mechas, pero sigue teniendo los ojos aguamarina y esa nariz importante. Imposible confundirla. La última vez que nos hemos encontrado (aunque ella no lo sepa) ha sido en una tienda de ropa; yo esperaba en la fila de cajas y ella entraba, ataviada con vaqueros y gabardina berenjena, y el corazón me dio un vuelco. Me causa ternura encontrármela por la ciudad, en un parque, en una verbena, en una calle cualquiera. Mientras siga viéndola, tendré muy presente a aquella niña de once o doce, que fantaseaba con cadáveres descubiertos en la biblioteca privada de un lord inglés. Mientras siga viéndola, me acordaré del arte de aceptarse.

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