Aplausos para Miguel Ángel Latorre

Fuimos a La Malhablada en una de esas noches de marzo en las que Salamanca se enciende y el pasado medieval, casi renacentista, que ha de habitar en mis células, reconoce el contorno impreciso de calles y edificios. A La Malhablada hay que llegar de noche y por la Calle Compañía. A cada paso, si obvias a las familias que vuelven a casa para cenar y a la chiquillería que alborota, te asaltan caballeros de fortuna y mujeres de picos pardos que te enseñan sus muslos blancos abrazados por ligas carmesí. La Malhablada es una casa vieja, situada en la Calle Meléndez, asomada a la Pontificia, que casi le da la espalda a la Casa de las Conchas, pero no es por vanidad ni por desprecio. ¿Quizá envidia?

Hay que subir muchos peldaños. La escalera se queja, tiembla, intenta sacudirse de encima a los espectadores que la hieren, con puntualidad casi británica, cada quince minutos. Las entradas para las representaciones se venden en la cafetería, la habitación más alta de la casa; ésta debió de ser la más salubre y ventilada, la más luminosa. Unas pocas mesas, una barra de madera tras la que se sirven cafés, zumos, vino, cerveza, y tapas. Una barra de madera que despacha ilusiones de quince minutos. 

La terraza, pequeña y solicitada, es un lugar abrigado y ocupado por fumadores que aguardan el sonido de una campana. Suena. No, no nos toca, se ha encendido la bombilla 1. Pasan los minutos. Suena. No, que se ha encendido la bombilla 5. Suena. Vamos, ya está amarilla la luz de la Sala 3.

Una joven en la frontera de los treinta, nos acompaña hasta la Sala 3. Silencien los móviles, nos advierte. Descendemos tras ella con el corazón latiendo veloz. ¿Qué habrá tras la puerta?
Es una habitación pequeña, casi minúscula, con ocho taburetes metálicos. Ocupamos seis. La sala 3 se separa de su compañera, la 2, por un biombo de madera (se oyen risas y alboroto, ese es el único pero). 

Estamos muy cerca de un hombre acuclillado, que nos da la espalda. A su izquierda, un arcón de madera que vomita faldas, medias caladas, corsés, atrezo. A su derecha, una especie de mesa o altar en el que ha desplegado afeites y espejo. En el suelo, la luz de las velas proyecta sombras en las paredes y en los rostros del público. Nuestros acompañantes son dos parejas; una es muy joven y otra es mayor. En el medio, nosotros. En el odioso adjetivo mediano. Miguel Ángel Latorre se gira. ¿O es Cosme Pérez? ¿O es Juan Rana? 

Quince minutos mirándonos a los ojos, riendo, sollozando, increpándonos. Desvistiéndose. Vistiéndose. Aplicándose colorete. Poniéndose, con cuidado, medias y pololos. Faldas. Corpiño. Pechos falsos que realzan su condición de mujer. De hombre. De ser humano. 

Es la habitación privada del actor. Donde se prepara para actuar y, nosotros, mirones desvergonzados, hemos tenido el descaro de molestarlo en su lugar más íntimo. Son minutos que te revuelven los adentros. Cuando la obra finaliza y Juan Rana nos dice que nos vayamos y no nos levantamos y vuelve a decirlo, a declamarlo, nos quedamos paralizados. Finalmente, salimos. El actor no recibió el aplauso. Tuvimos tanto pudor de volver a molestarlo. 

Si están por Salamanca, vayan a removerse los adentros con Juan Rana o el pecado nefando, en La Malhablada. Dense prisa, sólo hasta finales de marzo. Ah. ¿Nos harán un favor? Aplaudan a Miguel Ángel Latorre por nosotros.  

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