Comparar

Hay charlas de café de las que te vas con el sabor agridulce de querer cambiar el mundo y conseguir estropearlo un poco más. Por el contrario, hay conversaciones en cafeterías de las que te llevas una palabra, una frase, un pensamiento que es obvio cuando se verbaliza, pero que ha de pronunciarse para que nos demos cuenta cabal de su vigencia. De su verdad. 

El razonamiento en cuestión tiene que ver con la lectura, con la literatura, con las novelas contemporáneas. Una de mis acompañantes habituales de café de media mañana (que suele tomar té con leche y a menudo, y con estos fríos, ya me contarán, una cocacola, comentó ayer que la novela que está leyendo es floja, la protagonista fútil, frívola y poco creíble, pero que iba a terminar de leerla por varias razones: una que la que escribe y ya leyó esa historia no recuerda el final de la trama policíaca (los malos argumentos se me borran al instante); y otra, que estaba bien leer de vez en cuando libros de este jaez, por que se comparaban con otros y se aprendía a valorar y a apreciar mejor las buenas cualidades de éstos últimos. 

Cierto es. Si uno va leyendo, una tras otra, novelas fluidas, con tramas creíbles, bien trabadas, con diálogos ingeniosos y originales argumentos, tenderá a pensar que todo el campo es orégano. Pero hete aquí, que entre la hierba aromática, encuentra una mala hierba de esas que trepan en las plantas comestibles, chupándoles la savia e impidiéndoles crecer. Entonces añorará otras páginas, otras vidas leídas, otros paisajes de novela. Y, cuando se produzca el anhelado retorno, una sensación indescriptible le embargará. 

Del mismo modo, si uno va leyendo, uno tras otro, libros en los que desde las primeras páginas se suceden los tópicos, las frases millones de veces repetidas, el lenguaje plano, los argumentos vistos miles de veces en películas de situación, aderezados con dos o tres u ocho encuentros sexuales sin pies ni cabeza con lo que se está contando, pero descriptivos como carta de restaurante pijo... Pues, qué quieren. No sé yo si uno sabrá apreciar el paso lento del viaje que supone entrar en el mundo de un autor, caminar por el malecón habanero, sentir que el calor húmedo moldea tu cuerpo y tu carácter, olfatear como un perro famélico los fríjoles negros, apurar como un alcohólico el ron destilado en una casa cubana. 

Otro tanto pasa con los amigos. Con los buenos y con los malos. ¿Cómo descubrir quién es un buen amigo? ¿Cómo identificar al que no lo es? Comparando a unos y a otros: actitudes, conversaciones, reacciones, gestos. El tiempo y la curiosidad, con la literatura y con los seres humanos, constituyen el mejor decantador. (Aunque a mí no me guste demasiado reconocerlo). 

Foto de René Reichelt


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