En una diligencia


Coche grande, dividido en dos o tres departamentos, arrastrado por caballerías y destinado al transporte de viajeros.

Diccionario RAE




Esta mañana, mientras el vagón corría veloz hacia el horizonte plomo y sangre, caí en la cuenta de que no viajaba en un tren. Lo hacía en una diligencia. Estaban todos los protagonistas: las señoritas coquetas que consultan sus móviles como las que, vestidas con miriñaque, escudriñan los relicarios que portan junto a sus corazones. Aquellos portarretratos portátiles atesoraban las imágenes del prometido y un mechón de sus cabellos. Un tirabuzón junto a la foto en blanco y negro del soldado que luchaba bajo las órdenes de un general cualquiera, allá, en el Oeste. Ahora, son fotos del último noviete con los colegas, en un botellón. Y están en Facebook.

Viajaba también el tipo duro vestido de negro, bajo unas gafas oscuras como otrora debió hacerlo bajo el ala del sombrero Stetson; con perilla de crápula y pelo ensortijado, botas a las que faltan las espuelas de plata y pelo azabache. A su derecha, dormitaba el típico diablillo. El pillo tahúr sonriente de apariencia inofensiva, si acaso chusca, con gesto bobalicón, camisa a cuadros y gafas redondas de miope. Seguro que llevaba escondidos bajo el chaleco el revólver y las cartas marcadas. Estos tipos son así. 


Ante una ofensiva de los indios, ¿qué haríamos nosotros, los indefensos viajeros, que gastábamos el tiempo en soñar con las musarañas? Ninguna mujer se veía osada, ningún hombre atrevido. Ah, no. Había una excepción, la que se da en toda diligencia.
Un hombre de pelo blanco recogido en una coleta que leía atento una novelita de kiosco, quizás del Oeste. De su cuello pendía un diente de tiburón engarzado en un cordel rojo. Los antebrazos los tenía decorados con extraños tatuajes verdes y carmesíes: una serpiente, unas flores, una enredadera que abrazaba un nombre que se me antojó de mujer: Miraví. No, no me he confundido. Miraví. Este hombre, que había depositado a sus pies una mochila color verde aceituna, calzaba botas, pantalón de expedición y la inconfundible marca de la excentricidad: una camisa con fondo amarillo estampada de grandes flores azules. El héroe siempre es excéntrico. El héroe siempre es singular. Leía muy concentrado, los ojos verdes tras las gafas de ver de cerca, la piel muy tostada, las manos maduras. Pero sé que si los indios se acercaran a galope, con los winchester preparados, él y sólo él, nos defendería. Parlamentaría con ellos y, si acaso, entregaría a una de esas señoritingas de sombrilla blanca y botines de piel de cabritilla, a cambio de que el resto de nosotros llegásemos a  tiempo a nuestros trabajos. 

Sí, sabiéndome a salvo, cerré los ojos. 

Comentarios

Jésvel ha dicho que…
Muy chulo, Mª Antonia. Da gusto leerte.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Gracias, Jésvel. Me alegra que lo sientas así y me alegra pensar que he hecho que pasaras un ratillo entretenido. :)