Cucú

Él iba pertrechado como un pequeño astronauta. Camuflándose tras la barra vertical del autobús, confirmaba la ley inexorable de la infancia (desde que el mundo es mundo y el abejorro Willie la formuló), si no puedo verla, ella tampoco puede verme. Serio, parecía un niño más, uno de esos niños con la cabeza más grande que el cuerpo, y una mirada un tanto bobalicona dirigiéndose hacia cualquier punto del espacio y del universo, sin rumbo ni razón. Quizás para su padre sea el niño más guapo de todos los anuncios, quizás para su madre no exista otro igual en el mundo. Concentrado, el pequeño astronauta reclinado en su silla de príncipe, no parece albergar mucho misterio.

Pero.

En una curva, su mirada se cruza con la mía. Sonrío. Le guiño un ojo. Él sonríe, como distraído, con ese gesto que en años sucesivos perfeccionará (ese de, si me hago el difícil, ella se interesará más). Gira el rostro y oculta sus ojos tras la barra del autobús. Uno, dos, tres, cuatro. Voltea la cara y sí, mis ojos están esperándolo. Nueva sonrisilla, nueva chispa en su mirada. Otra vez. Cucú. Tras. Casi al final del trayecto, el pequeño urde una treta. ¿Que pasaría si...? Los segundos pasan, 10, 11, 14, 20, 30. Y me busca. Y queda encantado de volverme a pillar. Entonces, el parloteo, el buscar el rostro de otros adultos para contarles el secreto. 

Es un niño único, éste. Un pequeño astronauta que se asemeja a un muñeco al que han abrigado demasiado. Un niño tan parecido a otros niños de su edad y tan diferentes su sonrisa, y su parloteo. 

Sí. Claro. Todos los niños lo son. 


Me ha encantado este video. El pequeño astronauta sabía ya muy bien que yo estaba ahí. 

Comentarios