Lavar las vidas que van acumulando mugre de palo de gallinero

Uno, dos, tres... 
Cada quien tiene su fórmula de limpieza; pintar un cuadro, hacer ganchillo en el metro (lo he visto hace poco), leer una novela de aventuras. Escribir. 

Hay veces que uno va acumulando rutinas, ritos, ceños, matices grises. Entonces, basta un viaje corto para llenarte la mirada de nuevos paisajes, de rostros distintos: el pelo rosa de una mujer en el tren; la sonrisa de una anciana en un pueblo de León; las laderas que verdean y el agua bailoteando en el canal. 

Hay gentes que viajan en metro y se resguardan bajo un libro. Lo he visto. Lo llevan junto a su pecho como algo o a alguien muy querido. A veces el libro no se ve porque no es uno, sino muchos encerrados en un dispositivo electrónico. Pero está ahí. Están ahí. Son la casa ambulante que viaja a muchos sitios para limpiar una, cientos, miles de vidas. Esas vidas (la tuya, la mía) que empiezan a resultar sucias por momentos, como los pasadizos tiznados de negro que unen unas líneas con otras en los bajos de Madrid. 

Cada quien tiene su receta, pongámosla en práctica más a menudo. Batir las claras de la sorpresa hasta hacer un merengue esponjoso. Puede ser un paseo bajo el sol escurridizo y mentiroso de octubre. O una sonrisa pintada en chocolate. O una fotografía. Lo que sea. Hagamos una limpieza urgente y a fondo. 



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