La vida en pareja

Debe ser cosa de los muchos años. Los de pareja y los de vida. Uno no puede dejar de asombrarse de las nonadas en las que las parejas recientes, enamoradas y jovenzuelas, se enredan. El exponente máximo lo encontramos en las largas colas de espera ante una caja de un supermercado, o una tienda de ropa. 

Dos veinteañeros, modernos y tal, en una fila ante la caja registradora (clinc, clinc) de una filial perteneciente a Amancio Ortega. Un Zara, vamos. El muchacho lucía un toque hipster que lo hacía parecer un pollito despistado, con camisa a cuadros y zapatillas de loneta. La muchacha llevaba uno de esos jeans que no son tal, sino cual; esto es, un jeggins o algo así. Pelo largo, maquillaje, pestañas con rimel, la boquita fruncida en un gesto de contrariedad y entre las manos, un pantalón que, palabrita de Niño Jesús, se parecía sospechosamente al que portaba en su cuerpo resalao. El mozo argumentaba que se sentía ninguneado por su chica. Para qué me pides opinión, si luego te compras lo que quieres, razonaba el jovenzuelo. Basta que te diga que no me gusta ese pantalón, para que te lo compres. Basta que te diga que me gusta un pantalón, para que lo devuelvas a la estantería. No entiendo porque quieres que venga contigo, la verdad. No te importa mi opinión, ni lo que piense. A lo que la muchachita, con vocecita tímida respondía, quiero que vengas conmigo porque me importa tu opinión. Quiero que vengas para que me acompañes y me aconsejes. ¿O es que te aburres?

Qué insensatos. A uno (en este caso, a una) le dan ganas de voltearse y regañarles. Pero, alma de cántaro, di a todo que sí. Pero alma de cántaro, ¿para qué le pides que te aconseje? No deja de ser tierna la discusión. Quién pudiera preocuparse por semejante asunto y dejar atrás otras asperezas. Tal vez sea cuestión de tiempo que ella salga a comprar sola y él se limite a asentir con la cabeza cuando ella le pregunte, ¿qué tal me queda esta falda? ¿O te gusta más aquella otra? Es que los ponemos en unos bretes...

La siguiente pareja la encontramos en la cola de un supermercado de tamaño medio. Él, grande y grueso; ella, menuda y delgada. La contrariedad venía dada por alguna tarea que el joven había prometido hacer y no había hecho. Figúrate, le decía muy serio y condescendiente, que me hubiesen llamado del hospital y no hubiese hecho la compra; entonces, ¿sería culpa mía? A lo que ella, con vocecita débil respondía, no compares una cosa con otra. No, claro, tal vez la comparación es demasiado fuerte. Imagínate que hubiese tenido que ir a buscar algo a la estación de tren. Eso no significa que te hubiese mentido, yo, la intención la tenía, pero no pude. Por eso, no tienes que enfadarte porque no lo haya hecho, es que no he podido. El tono condescendiente del jovencito era un cuadro paisajístico. Ya en la cinta de la caja, ella le insta a esperar, no nos cabe la compra, a lo que él responde, no nos cabe, porque la has ido colocando mal.

En este punto, a uno (en este caso, a una) le dan ganas de girarse y espetarle al muchacho de marras, basta ya. No seas tan condescendiente, ni tan perdonavidas, no hagas un informe del porqué no lo hiciste. El caso es que no lo hiciste y punto. Y tú, muchachita. Aprende a decir basta, mujer. No es tan difícil, ni duele tanto. Que no. 

Se me viene a la cabeza otra pareja. Él va cargado con un montón de prendas, pantalones, jerséis, faldas, unas botas... ella va mirando, acá y allá. Son cincuentones. Se les acerca una dependienta y les dice, qué bien nos viene a las mujeres que ejerzáis de perchas. No, mujer, no. Un respeto. O, quizás, no. 

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La BSO del post y del día, a cargo de Manolo. Es mejor sentir que pensar, también, y muchas veces, cuando se vive en pareja. 


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