Una lectora en Sóller |
Así que, dos
días después de tomar las vacaciones, se fue a la playa, porque quería mar y
sol, y estaba muy cansada para iniciar un largo viaje y también, para preparar
las vacaciones ella misma. En la agencia especificó lo que quería, y la amable
muchacha solamente le hizo una pregunta: ¿quiere
tranquilidad? Porque entonces, las calas de Mallorca, un turismo familiar o la
zona de por aquí, más cerca de la capital. Ella necesitaba estar tranquila,
pero no quería un viaje de anacoreta y mucho menos bajar a bañarse entre
matrimonios con niños pequeños, perros, neveras portátiles, sombrillas gigantes
y gritos destemplados.
Y así, Magalluf.
En su
descargo hay que señalar que en aquellos tiempos se hablaba de Mallorca y del
balconing, pero ella no había leído nada sobre que era en Magalluf dónde se
reunían los muchachotes ingleses, alemanes, italianos, franceses para saltar a
la piscina desde los balcones o para emborracharse y drogarse en una orgía de
siete días en los que practicar sexo desenfrenado, dejando el enclave (¿?) tal
y como lo hubieran dejado las hordas de Atila y los hunos si se les hubiera
encargado el trabajo. Estaba tan
cansada, que ni siquiera había buscado en internet el nombre del hotel.
Sospechó que
algo no iba bien cuando llegó y vio a un mozo descalzo, subiendo las escaleras
ataviado con un minúsculo bañador y un sombrero de paja, mientras transportaba
una caja de botellas de ginebra. Rápidamente, se vio rodeada de chicos y chicas
que enarbolaban ojeras y andares cansinos junto a botellines de cerveza y
tetrabriks de vino peleón. Pero nada ni nadie iba a estropear su descanso, y se
encaminó a la habitación, dispuesta a dejar que los ojos se le abrieran a otros
paisajes, porque por eso se viaja también. Para mirar por la ventana y
alimentarte de otros cielos y otras montañas, descubrir el mar o el río, la
playa que se parece a todas y a ninguna, y dejar que la cabeza registre
archivos ignotos, otros archivos que no se gestionan con teclas de ningún
ordenador.
La tarde se le
fue entre unas cosas y otras: deshacer el equipaje, mirar por el balcón
separado de la otra habitación por una mampara de plástico, observar el cuarto
de baño con tejado de chapa (¿?), tratar de dominar el escepticismo que la
invadía por momentos. Calibró si alguien podría tirarse a la piscina desde el
balcón contiguo sin matarse, y decidió que sí, ya que estaban en un primero.
Eso la alivió sobremanera, porque de ese modo no tendría que ser testigo de
ninguna tragedia.
En ese
momento en que la tarde se va yendo y la noche empieza a venir, las tumbonas
alrededor de la piscina que hasta entonces habían estado ocupadas (más bien,
asaltadas) por jóvenes fumando, dormitando y, a todas luces, pasando la
borrachera, empezaron a ser retiradas por los empleados que improvisaban un
escenario en el que tendría lugar la animación del hotel.
A ella no le
gustaban las animaciones de los hoteles. Aún alucinaba con las visitas guiadas
que realizaban a los huéspedes, los concursos de karaoke, de dominó, de ajedrez
y de boley en la piscina. No concebía cómo era posible que personas adultas,
voluntariamente y sin coacción, se apuntasen a ver las cocinas o a cantar la
última canción del verano como si no hubiese un mañana, jugándose a pecho
descubierto un diploma multicolor, para
el mejor cantante del ídem: la mano
arriba, cintura abajo.
Bajó de la
habitación con la firme decisión de pasarlo bien. Fue al comedor ataviada con
un largo vestido rojo que se había comprado el año anterior y nunca había estrenado,
sintiéndose enseguida ridícula y tonta. Allí no había más que jóvenes en
bermudas y señoritas en bikini. Algunas mujeres más mayores, con maridos e
hijos adolescentes, habían bajado de la habitación con (a todas luces lo
parecían) los camisones ya puestos. Miró alrededor. No había ni una mujer
arreglada. Nada. Seguro que la gente joven lo haría después, para irse de
marcha. Pero eran las nueve y a las nueve, quién se iría de marcha. Nadie. Pues
eso.
Sin embargo
inasequible al desaliento, comenzó a servirse del buffet que prometía ser
idéntico todos los días. Arroces, carnes a la plancha, pescados y sándwiches.
Rodajas anémicas de sandía y ensaimadas rellenas de nata, de chocolate, de
cabello de ángel. Vaya, parece que voy a
engordar, se dijo no sin humor. Y se apresuró a sentarse. Entonces, los
vio.
Una chica
rubia, de pelo largo y ojos azules. Con un vestido corto, de vuelo, brillante,
a juego con sus ojos. Y, de la mano, entrando con ella, guardándole las
espaldas, un chico de cuello de toro y traje negro, con camisa blanca impoluta.
Son rusos o de por ahí, se dijo. Él
la abandonó momentáneamente en mitad del comedor, mientras se giraba y
localizaba la mejor mesa disponible. Luego, la tomó de la mano de esas maneras
en que los príncipes toman a las princesas para empezar el baile, o las parejas
de patinadores entran en la pista de hielo, y la acompañó a la mesa elegida. Le
retiró la silla, la dejó allí mientras iba a buscar la cena. Ella aguardó, con
una sonrisita de suficiencia en la comisura de los labios, observada por las
matronas de camisones con puntillas que dejaban ver sus rodillas regordetas. La
rusa tenía piernas de patinadora. Volvió el acompañante y se dedicó a cuidarla,
a servirla, a mimarla, a llevarle todo lo que aquella le pedía. Tras la cena,
él se levantó y ella también, aguardando a que él le retirara el asiento. Así sucedió
y así sucedería todas las noches.
La
patinadora y su guardaespaldas fueron el motivo por el que nuestra mujer, la
que había recalado en Magalluf como una pardilla, no terminara rindiéndose al
desaliento ni a la decepción.
Por el día,
y tras comprobar que la playa del enclave se llenaba de muchachos que bebían y
dormían la mona, o jugaban al fútbol pateando toallas, bolsos, gentes y lo que
se pusiera por delante, se marchaba a recorrer la isla con un coche que alquiló
allí mismo, cerca del hotel. La sierra de Tramontana la conmovió hasta las
lágrimas mientras se tomaba un café en la terraza voladiza y miraba el mar, tan
azul y tan hermoso, y la estela del pequeño velero que parecía perdido en el
agua. Déia fue como un descubrimiento inesperado, mientras calibraba cómo
quedarse a vivir allí, entre ciruelos y melocotones. Sóller no le gustó tanto,
pero no sabría decir por qué. En una de sus calles se tomó un helado de
pistacho y, luego, se bañó para quitarse el calor de encima. Las calas con
matrimonios y hoteles mirando al mar la perturbaron profundamente. Los pinos se
calentaban bajo el sol, desprendiendo una canción antigua, olorosa. Quizás
hubiese estado bien ser una anacoreta, después de todo. No tuvo suerte con
Palma de Mallorca, la ciudad siempre la recibió con lluvia, el cielo triste,
mostrándose la catedral más fortaleza que nunca. Sin embargo, supo apreciar su
belleza.
Por las
noches, se quedaba en el hotel, si hacía frío tras una tormenta, en el salón,
si hacía calor tras una tormenta, junto a la piscina. Se aficionó a la
animación. No le quedaba más remedio si quería huir de la calle con surtidores
de alcohol sin líquido, o las mesas altas y circulares donde jóvenes de ambos
sexos se contorsionaban al ritmo de la música frenética. En las puertas de los
garitos, muchachas rubias en ropa interior transparente se ofrecían junto
a mozas morenas vestidas con corsés y
ligueros.
Entonces, la
patinadora y su guardaespaldas se convertían en el objeto de sus
especulaciones. Ella era patinadora, lo había sido, tal vez lo seguía siendo. Y
él estaba allí para cuidarla. Una noche, sentados en los sillones del salón
interior, él le bajó una manta de la habitación porque ella se quejó del frío.
Y unos calcetines. Con paciencia, casi con amor, se los puso. Ella se dejaba
hacer. Otras veces se preguntaba si ella no sería la amante de un hombre de
negocios importante que la habría instalado en el hotel con un guardaespaldas y
que, cuando su mujer y sus hijos le dejaban el campo libre, la mandaba llamar y
el guardaespaldas ejerciendo de chófer la llevaría a una de las mansiones que
jalonaban la Sierra de Tramontana. El
caso es que todas las noches, ella aparecía en el comedor vestida como para
ejecutar el último número en la pista de patinaje: vestidos cortos de vuelo con
cinturones marcando su cintura, blancos, azules, rojos, tachonados de
piedrecitas brillantes. Y él, con traje negro irreprochable (la tela de la
chaqueta se le tensaba un poco en los brazos y en los hombros) sobre una camisa
impecable y siempre blanca. Mirando a los que allí estaban, eligiendo la mejor
mesa, sirviéndola, apartando la silla para que ella se sentara y cuando ella se
levantaba.
Había
recalado en Magalluf como una pardilla, sí. Menos mal que su imaginación, esa
que la metía en más de un lío, la sacaba de vez en cuando de alguno. Había sido un viaje, si no catastrófico,
raro. Por eso necesitó descansar al volver a casa. Y se prometió que siempre,
siempre, buscaría en internet el dichoso lugar. Y luego, sonrió, recordando a
la patinadora y al guardaespaldas.
****
Por cierto, esto lo bailaba Bruna en Hambre. Lágrimas en la lluvia, 2011, Rosa Montero.
****
****
Por cierto, esto lo bailaba Bruna en Hambre. Lágrimas en la lluvia, 2011, Rosa Montero.
****
Comentarios