Taxistas

Para F., M.A., y J. los mejores compañeros para compartir taxi
Y para C. mi mejor compañera de Coche de San Fernando

El género humano es un vasto paisaje de contradicciones, peculiaridades y matices incongruentes. No puede ser de otro modo, lo que es normal para mí, a ti ni se te hubiese ocurrido; lo que es de sentido común para ti, a mí me parece un disparate. Además, están las rarezas de cada uno y de cada cual; rasgos distintivos que nos salvan de ser un ejército de robots. 

Hoy, voy a ocuparme de los taxistas. No de los taxistas como colectivo, ni mucho menos. Tampoco quiero que los taxistas se sientan ofendidos, faltaría más. Solo me refiero a algunos de ellos, taxistas que he ido encontrándome a lo largo de los días, no todos, claro, solo los que me han llamado la atención y que por eso recuerdo. Sé que los clientes somos ya no raros, sino bichos raros, señores taxistas. Eso va por delante. Pero claro, eso lo tendrán que contar ustedes, a mí, cliente de taxistas me toca la otra parte, la del que se sienta detrás y observa, entre perplejo y esperanzado (casi cruzando los dedos) la cuenta en la pantallita verde (luego nunca es ese el importe, hay que sumar no sé qué de bajada de bandera o de trayecto para ir a buscarte. Algo así). 

No tengo muchas anécdotas con taxistas de mi ciudad. En contadas ocasiones he tomado un taxi en Salamanca, suelo moverme en el coche de San Fernando (porque en el propio es una temeridad digna de un kamikaze), o me subo y apeo de cuanto autobús puedo (los conductores de autobús dan para otra entrada. Sí, señores conductores de autobús. Los pasajeros de autobús, también). Pero cuando viajo, sí que tomo taxis. Sobre todo si el viaje es de trabajo, y tengo que estar en un sitio determinado a una hora concreta y no tengo ni remota idea de dónde está, porque acabo de llegar a una ciudad desconocida y ésta se asemeja a un mapa del tesoro entregado a un pirata analfabeto. 

Recuerdo trayectos en taxi memorables, no ya por el paisaje, ni por la música de la radio, ni por el objetivo del viaje, sino por el taxista en sí. 

Hubo un taxista que parecía un capo, con reloj de alta gama y zapatos relucientes, el pelo ensortijado en la nuca y camisa arremangada. Háganse cargo: Mercedes propio y dueño de varios taxis. Chaletón en las afueras de Madrid, con perro fiero incluido: porque la parienta pasa tiempo sola y hay mucha delincuencia.  No sé cómo se llamaba, qué pena. Pero sí que fue aspirante a torero, porque procedía de la tierra de los toros de lidia y encinas, de mi tierra, vamos. Estaba tratando de casar al único hijo que le faltaba por pasar por el aro, y le apetecía volver a Salamanca, para ver cómo iba quedando la cosa, los jamones y los cortadores que queremos que estén en la carpa para eso que se da antes del convite. Así que para allá que nos llevó, no sin antes perderse por la carretera (¿?) en unas horas alucinadas en las que (estoy casi segura), quiso matar el tiempo porque sí, por la cara. Porque era el jefe y podía permitírselo. El caso es que no llegamos a la capital charra por derecho y por el camino cierto, sino dando un rodeo por tierras abulenses, (eso sí, esa carrera no la pagaba yo, así que no importó demasiado), mientras nos contaba aquellos años gloriosos en los que, hatillo al hombro y chulería en la cara, recorría plazas y pueblos, con poco arte y mucha desfachatez... y más que faenas en el tentadero, toreaba en camas de mocitas, mozas y mujeres bien casadas (o mal, según se mire).

Pero hubo otro que nos llevó de una ciudad gallega a otra, asegurando que sabía (y cómo) dónde estaba el hotel, y que nos dejaría (y cómo) en la misma puerta. Llegamos a la ciudad en cuestión. Llegamos. Y nada de nada. Del hotel, ni rastro. Menos mal que paró el cacharrito de los euros. Y otra vuelta. Y otra. (Eran otros tiempos; no había GPS). Y otra más. Cuenten: una hora de viaje entre las capitales gallegas, una hora y media en pos del hotel. De noche. De noche cerrada. Y una pareja que se adivina en una esquina y he aquí que el inefable taxista abre la ventanilla y pregunta. Claro, claro que sí (suelta el mozo, entradito en años y con cara de ser habitual de algún centro penitenciario) abre la puerta y os llevamos, mientras la mujer (otra entrada en años, y con cara de ser compañera habitual del mozo en cuestión en correrías varias) asentía con ímpetu. Mi vida pasó ante mí, tal cual el tópico. Me vi abriendo la portezuela y echando a correr para salvar el pellejo, calculando si podría agarrar a mi compañera y salir las dos (por aquello de que todos entran y todos salen, no dejes atrás a nadie) por piernas. He de reconocer que ahí el taxista reaccionó por una vez, bien, y, mientras negaba al individuo y a la individua la posibilidad de quedarse con nuestras bolsas y nuestras vidas, visualizamos, medio escondido entre tapias y tejados, un luminoso. El hotel. A 100 metros. 

Ha habido más, claro. Recuerdo un taxi y un taxista circunspectos en una noche lisboeta que más parecía un Lost in Lisbon que otra cosa. Salí de una boca de metro y tomé la dirección equivocada (cuando está oscuro, me desoriento. Cuando estoy distraída, me desoriento. Cuando llego a una ciudad nueva, me desoriento. Vamos, que yo soy así, un pelín desorientada). Caminé y caminé. Primero, me bajé en la parada que no era (¿por qué demonios nombran a una parada con el subtítulo del hotel? Ah.) Pregunté a unos taxistas. No me entendían. Yo tampoco los entendía. La parada de taxis estaba flanqueada por la estación del metro y la autopista, entre establecimientos de comida rápida y señoritas que ofrecían un rápido servicio. Decidí volver al metro. Volví a apearme. Y entonces fue cuando mis puntos de referencia se fueron al traste. ¿Dónde está el norte? ¿Dónde está el sur? ¿Qué parque es éste? ¡¡¡Dónde está el hotel!! Si reseño aquí este incidente es por la continuación del cuento. Vislumbré a una furgoneta con voluntarios de la Cruz Roja repartiendo alimentos entre los que viven en la calle. (Claro, ni idea de dónde estaba el hotel). Continué caminando y descubrí una gasolinera (¿?), casi un autoservicio en el que un hombre joven, moreno y hablando en su lengua (como no podía ser menos), me explicó que por esa avenida, de vez en cuando y si había suerte, pasaban muchos taxis libres. Ah. Vale. Aguardé un par de minutos y apareció el coche circunspecto, y yo, como las protas de Sexo en NY pero ni una cosa ni la otra, me lancé a la calzada el brazo en alto, el bolso bien amarrao, y la palabra mágica a gritos: ¡¡¡¡TAXI!!! Tardé en llegar a mi hotel lo que tarda un buen coche en dar la vuelta y desandar el camino que a ti te ha costado quince minutos.

El último (hay más, pero esto ya se está alargando, y aquí hay un buen ramillete de anécdotas taxileris. Disculpen el palabro ininteligible). Esto ha sucedido hace unos días, pocos. En la noble capital del Ebro, la Pilarica y tal. Un taxista sesentón, hombre dispuesto a enaltecer las virtudes de su ciudad (lógico) y decidido a ayudar a las dos mujeres de mediana edad que recoge en la estación del AVE, a la hora de la siesta, con un calor que para qué te vas a menear si estamos aquí las dos tan a gusto. A esa hora y con esa circunstancia. La conducción no era suave, más bien todo lo contrario. Mientras en una carrera digna de Fangio, el taxista nos enseñaba que allí, tras ese monumento, allí, ¿ven? hay una torre inclinada que merece mucho la pena, y ahí está El Pilar, y el Centro, y miren en las puertas a ver si encuentran un folleto sobre Zaragoza, qué rabia me da, que se me han acabado, pero tomen, tomen, este calendario, que no es por el teléfono de los taxis que me han pedido y yo les doy, conste, es porque es un calendario de La Pilarica. Uno para cada una. Tomen. Y allí, pueden comer, a precios buenos, carne; y allí, pueden tomar una copa, tranquilas, sin que nadie las moleste. Allí, después del restaurante. Es una terraza para gente como ustedes, ya me entienden. Llegados a este punto, alcé la mirada y mi ceja izquierda se elevó buscando la raíz del pelo. Ya me entienden, para mujeres como ustedes, que ya no son jóvenes, vamos, que ya tienen una edad, y ahí, nadie las molestará.

¿?

Sin comentarios. Bueno, sí, uno. ¿Qué tendrá que ver que una tenga su edad, (que la tiene), para que un taxista sesentón cualquiera colija que una no quiere que la molesten? Pues mire, pues si en la terraza (que luego paseamos y comprobamos que estaba llena de matrimonios sesentones con nietos, y a mí los niños pequeños, sí que me molestan a veces) estuviese George Clooney o similar, pues qué quiere, que me moleste no me importa mucho. ¿Sabe usted?

¿?

*****



*****
La música, también sin comentarios... 

Comentarios