Las Arribes de Salamanca es un lugar absoluto. Los cortados, la vegetación que se asoma al agua (ese milagro que acaricia la piedra), el olor a primavera y el cielo que se ha puesto el vestidito azul. Lejos, o cerca, las montañas y las llanuras ásperas, duras, festoneadas de los chamizos redondos de los pastores. Entre pizarras negras y pequeñas matas de tomillo.
Absoluto, áspero, grande, magnífico |
Si no fuese porque hay demasiada gente (últimamente todos los lugares están llenos de gente. ¿Soy yo o es mi edad la que habla?), uno no querría regresar a su origen. El agua, el río, las aves que nos sobrevuelan con pasadas lentas, la jara y las flores que pespuntean el campo. Los árboles que se miran como narcisos verdes, pequeñas mariposas de extraños colores y una cierta pesadez en el aire.
No hace falta más descripción |
Y el barco, que parece un cohete lunar |
Uno quisiera que la gente desapareciera por unos minutos y encontrarse solo. Sentirse, quizás, un poco abandonado y gritar y escuchar el reverbero de su voz rebotando en el cañón. O estremecerse de miedo ante murmullos insospechados. La fronda que aúlla con el viento. El agua, verde oliva. Pero no es posible. Diez o doce amigos sacan las neveras portátiles de los maleteros del coche y todos los que allí estamos nos enteramos del menú. Puertas que se abren, que se cierran, un balón que vuela delante de ti. Risas, resoplidos y palabras de enojo. Solo un instante, un momento. Me sobra toda la gente, toda.
Me sobra toda la gente. Toda. |
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Las Arribes y La Playa del Rostro, Aldeadávila. Salamanca.
Las fotos y el sentir, de la que escribe el blog.
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