La librería ambulante, de Christopher Morley

El título original era El Parnaso ambulante
Hace unas semanas terminé de leer esta obrita (el diminutivo le viene por la extensión, que no por la calidad) de Morley. La historia tiene continuación en La librería encantada, con los protagonistas principales y otros secundarios (y memorables), pero mi preferida es esta, de 1917, en la que una mujer soltera y cuarentona (solterona y vieja para la época), toma las riendas de su vida poniéndose al frente de esta peculiar librería.

Hellen McGill es una mujer que ha pasado de ser niñera a cuidar de su hermano y su granja. Hellen hornea bizcochos, pan, cuida de las gallinas, elabora con esmero menús, cose y lava la ropa de su adorado hermano y se hace cargo de todo cuando a éste le da por irse por ahí, a recopilar experiencias genuinas sobre la vida en el campo (porque, encima, es escritor). Hellen ya no tiene más metas en la vida que cocinar, limpiar, cuidar de su hermano y pasar los días en una suave (aunque trabajosa) nebulosa. Pero hete aquí que hace su aparición el señor Mifflin, el otro gran protagonista de la historia, con su carricoche El Parnaso, un viejo caballo, Pegg y su perro Bock (también viejo y cariñoso). La intención del señor Mifflin es dejar la vida itinerante de vendedor de libros (qué prodigio de librería, qué prodigio de librero) para dedicarse a escribir y a poner en práctica (si el libro se vendiera bien) su sueño: crear una flota de Parnasos ambulantes para llevar buenos libros allá dónde más falta hacen. Lo que quiere el señor Mifflin es vender la librería ambulante (amén de a Pegg y a Bock) al hermano de Hellen, el escritor; mas éste no se halla (se ha largado de viaje dejando a Hellen más sola que la una) y la hermana, temerosa de que su hermano vuelva y emprenda más viajes, decide comprársela. Esto es lo que ella dice y se dice, pero en realidad, la valiente Hellen está un poco harta de que los demás tengan tiempo para ver mundo y ella, no. Decide coger las riendas de su vida y lanzarse a la aventura por esos senderos y esos mundos de dios.Me fascina que Morley diese esa oportunidad a la cuarentona Hellen, y se pueden imaginar cómo termina el relato (o no, mejor, léanlo).

Con La librería ambulante entre las manos, me acordé de otra mujer, encarnada por Meryl Streep y de otro hombre, protagonizado por Clint Eastwood. Sí, Los puentes de Madison, la película basada en la novela homónima (mucho mejor la película, dónde va a parar). A Meryl-Francesca la tienta un fotógrafo osado y misterioso; a ella, una ama de casa cuarentona, casada y con hijos, que lleva casi la misma vida que nuestra Hellen Mifflin. Francesca no se va con Robert Kincaid. Francesca se queda en el hogar; claro que Francesca tiene un par de hijos y un marido y Hellen, un hermano; no es lo mismo. Pero hay que tener en cuenta la época. Abandonar a un hermano para irte con un carricoche a vender libros, eso sí que es valor. En 1917. En un punto de la historia, Hellen se pregunta cuánto valen todos los panes, todos los bizcochos que ha horneado a lo largo de los años. Se pregunta por el valor de su trabajo. Valor. Libertad. Independencia. Aunque Hellen termine cuidando a otro hombre, (1917, recuerden que la novela la escribió un hombre).

Luego, (pero muy pero que muy importante) está el papel tan significativo de los libros, de la lectura como entretenimiento, como buen entretenimiento. Y la cultura que viaja, y la idea de ir de un lado a otro (bibliobuses, bibliotecas itinerantes). Una delicia de novelita.



Qué pena, Meryl-Francesca. No hay quien se resista a Clint-Robert.



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