Gris brillante

Estos días no son de los mejores. No es que sean malos, simplemente, se me antojan grises e inhóspitos, con la primavera haciéndose de rogar como una caprichosa y altanera muchachita. Hay días en los que se asoma y pinta azules, hay días en los que se repliega y deja vía libre al invierno que se hace ilusiones de perdurar. Las horas se vuelven perezosas (esto sí es cosa de la primavera) y hay pocas cosas que me saquen una sonrisa. O que me susciten interés. Como siempre me ocurre, aguardo con esperanza que la primavera se asiente... con la creencia de que todo va a resultar mejor después. Quién sabe, quizá. 

Como siempre, me refugio en la lectura de una manera casi compulsiva. A veces encuentro cobijo y consuelo, pero otras la literatura no puede ofrecerlos, no debe. Y me deja sin amparo, al descubierto. Se impone entonces, alternar las lecturas políticamente incorrectas con otras más amables, más banales quizá, otras que no me dejen tocada y hundida. Otras que olvidaré nada más terminarlas pero que, en el proceso, me entretienen el ánimo. Así van transcurriendo estos días. 

Estoy muy agradecida a esos libros y a esos autores, pero no puedo escribir sobre ellos; no los recuerdo apenas. Y, claro, por eso (y he ahí la paradoja) escribo aquí sobre un autor y dos de sus obras, de esas que provocan desamparo. Almas grises y La nieta del señor Lihn

En Almas grises todo es así, triste, no hay casi ningún alma que sea blanca (excepto un bebé inocente y una niña hermosa). Todas las almas que habitan ese pequeño pueblo francés, todas, tienen sus recovecos oscuros, malvados. Protegidos por una montaña del frente, nada más tienen que subir la escarpada ladera para encontrarse en primera línea de fuego, pero el pueblo queda (sospechosa y falsamente) oculto. Es una obra que zarandea y lastima. Que deja incertidumbres, pero que a mi entender, no deja lugar para la duda. Sólo hay que volver a releer ciertos pasajes tras terminarla, para comprender el porqué, cómo y quién. 

Pero de estas dos, aún siendo Almas grises terrible y dulce como ceniza de un pavoroso incendio, la que más me ha aturdido ha sido La nieta del señor Lihn. Una novela corta, de apenas cien páginas, que comienza con las muertes provocadas por la guerra en la lejana aldea del señor Lihn, y narra el viaje del anciano con su nieta a un país europeo (posiblemente, Francia), impulsado por el deseo de salvar a la niña. La niña, Dulce mañana, es lo único que tiene el señor Lihn, es su motor, su fuerza, su meta para levantarse y caminar, lavarse, protegerse del frío, comer y hasta encontrar un amigo. El libro destila ternura y pena, pero es en la última página cuando todo estalla, cuando la historia cambia y quedas aturdido y al borde de las lágrimas, cuando la novela brilla mostrando todas las aristas.

Me gusta Philippe Claudel, pero en pequeñas dosis y con alternancia de lecturas banales, de esas que luego no puedes recordar y que te sirven de colchón frente a la realidad desnuda.

Es bueno. Muy, muy bueno. 



Música para acompañar... 

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