Tan hermosa

La luz emborracha las calles de Lisboa esta mañana de noviembre. Un pequeño autobús, heroico y jaleado por los turistas, sube hasta el Castelo: una de las mejores vistas de la ciudad, dicen todas las guías.  Lo cierto es que Lisboa se admira tanto que no hace más que mirarse a sí misma desde miradores, elevadores, torres y altozanos, quizás es por eso que se erigió sobre siete colinas: para contemplarse mejor. En la entrada del Castelo de San Jorge el vigilante, un hombre joven con ascendencia mozambiqueña o de por ahí, se ríe sin reparos. Una mujer le ha regalado la anécdota de la semana y él se lo agradece. Uno entra en el recinto del Castelo tras pagar la entrada de rigor (a estas alturas uno sabe que hay peajes que se pagan en todas las ciudades) y no se sorprende si una pareja, sin motivo aparente, se lanza a besarse cerca de los cañones, de espaldas a la Praça do Comércio y al estuario, intentando que el ambiente salga en la foto de su pasión. El azul, el amarillo, el aire que aquí parece más joven… todo se alía para ofrecer momentos de efervescencia, incluso a ese turista que está solo y toma instantáneas de un paisaje que jamás podrá llevarse, por más que lo anhele.

El Castelo

Y al fondo, el puente casi interminable

Los tejados, las calles, las casas

Cañones y vistas

Lisboa, siempre 
La mujer que provocó las risas del vigilante se para a cada momento y respira hondo. Mira el cielo, los tejados de las casas y los renglones rectos de las rúas. Y los barcos. Y los coches sobre el 25 de abril, las gentes yendo y viniendo, el zigzag del día. Cierra los ojos y los abre, para empaparse de los colores y de las imágenes. Aunque sabe que no podrá llevárselos, por más que quiera.
Lisboa. Es tan presumida que no hace más que mirarse. Tanto es así, que hasta a oscuras se recrea en su belleza. En la torre de Ulises del Castelo, un sistema inventado por Leonardo Da Vinci que incluye espejos, poleas y pantallas cóncavas, atrapa las calles, las plazas, la gente que va por el Pasaje Do Carmo y los tranvías que renquean hacia Alfama. Todo está ahí, con la magia de unas poleas y unos espejos, y aunque el pase es en inglés y la mujer tiene sus más y sus menos con el idioma de Shakespeare, observa fascinada cómo Lisboa se le ofrece en esa especie de plato curvado y blanco, y cómo los diminutos puntos que somos todos en la lejanía, se mueven por ascensores y vías.
Lisboa es tan hermosa que no puede dejar de verse; aunque para ello tenga que utilizar espejos y cuerdas y servirse de las manos y de la voz de una joven portuguesa que, malditos sean los hados, se desenvuelve a la perfección en la lengua de los británicos.


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