Si
no me contemplo en el espejo, me olvido de la paciente Penélope.
Penélope
teje delicado y abundante encaje, para el que precisa hilo blanco de luna.
Será
por eso que atesora seda blanca entretejida entre mi pelo azabache.
Esta
Penélope, siempre tejiendo, siempre deshaciendo.
Cuando
no estoy frente al espejo, olvido que Penélope aguarda a Ulises y entretiene la
espera.
Teje
líneas, arrugas, zigzags. Profundas muescas junto a la boca, columpios
atrevidos en el cuello.
Desteje
curvas, desploma redondeces, blanquea cabellos, arruina el porte.
Así
es Penélope: incansable y paciente.
Si
no tengo un espejo, me despreocupo de su trabajo.
Hasta
que veo a otra o a otro.
Observo
la línea del mentón que se deshace.
Los
pliegues de piel en las manos, olas de mar antiguo lleno de pequeñas
barquichuelas marrones.
E, ingenua, espero que Penélope se haya
instalado a tejer en otra torre.
Me
equivoco, claro.
Con
un punto de miedo y anhelo de que no sea cierto, me contemplo.
Y
no vislumbro a Penélope, pero sí sus huellas.
En
los festones que bordan mi mirada.
En
la puntilla que adornará las comisuras de mi boca.
En
la bruma que ciertos días viene a velar mis ojos.
Esta
Penélope. Tanto trabajo aguardando a Ulises, mientras la vida pasa.
Salgo
a la calle bajo el sol, para que se me calienten todos mis pespuntes.
Penélope,
regocíjate con la luz de octubre, rompe tu espera y vive.
Y
si, industriosa como eres,
pesarosa
te sientes, culpable por abandonar el torreón,
ni
siquiera por el consuelo de nadar en las aguas azules junto a las barcas
marrones…,
ya
lo haré yo.
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Este texto lo escribí hace tiempo, en el 2009.
Desde entonces, la infatigable Penélope, no ha hecho más que tejer.
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