Los Años lentos de Aramburu

Apenas doscientas páginas en las que cabe todo un mundo. Dos voces, la del narrador y la del confidente, imbricadas en una historia dura, con un mérito literario importante. Un esfuerzo que hace el autor y no el lector, que navega de una a otra voz (de Txiqui a los apuntes de Aramburu) sin que nada, ni el relato, ni sus ganas de leer se resquebrajen. Antes, al contrario. 
Los años sesenta son años lentos, años de franquismo en los que la vida es una foto fija en blanco y negro, deslucida en los bordes. Años lentos en los que un minuto dura un minuto y medio. 
Vale más por lo que calla que por lo que habla es una sentencia popular que ha perdido parte de su verdad y de su gracia al ser enarbolada por cuatro personajes del colorín actual. Pero es que en Años lentos los silencios, las dobles intenciones, los paréntesis son brutales. ¿Cómo es posible llevar al lector hasta dónde tú quieres sin descripciones ociosas, ni recreaciones fútiles, ni introducciones sobrantes? Ah, esa es la maestría del que sabe narrar y dominar perfectamente los tiempos. No, Años lentos no es un novelón, es una novela corta en la que cabe un mundo entero. La mezquindad de la vida gris, limitada, pobre y triste. El sálvese quien pueda. El horror y su práctica, la supervivencia a costa de lo que sea, prostituyendo la dignidad. La voluntad del vivir que se refleja en esas comidas abundantes y de puchero, que no son delicias, sino exigencias para ir tirando en la vida.

Este año quise leer una historia que transcurriese en San Sebastián y me recomendaron esta. No es una novela complaciente, no es una historia hermosa (o no lo es al uso), pero es cierta, con esa esencia de verdad que está en las cosas pequeñas, en las rutinas diarias, en la vida del barrio obrero, en las bolsas de la compra que una mujer acarrea hasta el piso minúsculo, en las estrecheces de un dormitorio con altos índices de superpoblación.
Lean Años lentos, es una novela buena. Muy buena. Pero ojo, a veces qué daño hace la puñetera.


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