La Laguna Negra

Uno ya no se hace ilusiones. Hasta en las lagunas de procedencia glaciar encuentra corros de vecinas que suben hasta allá, y al sol, desperdigadas sobre las piedras, comentan cómo les fue la separación, cómo se portó el anteriormente conocido como marido y padre de sus hijos. Rodeando la laguna están las pasarelas de madera y hay que esperar el turno para inmortalizar el momento. Centenares, miles de clicks en tan solo quince minutos, y luego, la vuelta en un autocar que admite caninos. Vaya, el caniche no ha aguantado las curvas. 

Obviar el ruido
Hay que hacer un ejercicio de censura y obviar a la multitud. Centrarse en el agua, en las laderas boscosas, en el silencio primigenio que una vez, antes de que llegaramos nosotros, los humanos impertinentes, sería espeso y frío, de aristas marcadas, como un glaciar. Obviar la risa, el enfado de la muchacha joven que no sabe por qué lo está. O quizás es que no está molesta, solo un poco triste. Obviar el ladrido del caniche que aquí no hace uso de ningún árbol, ya abusará de los asientos del bus. Obviar el latido ronco que te sube desde el pecho, las ganas de gritar, las ganas de apartar a los chiquillos que balbucean y a los preadolescentes que no miran la laguna, porque están en otro sitio, merced a una pantalla móvil. 

Que somos muy poco importantes

La laguna tiene su leyenda, claro está. Todas las lagunas la tienen. Cerrando los ojos, obviando la multitud, respirando profundo, puedes imaginar a los primeros hombres que llegaron hasta aquí. Se quedarían asombrados. Se quedarían mudos. Sentirían una felicidad agridulce, como cuando estamos ante algo muy grande y nos damos cuenta de que somos tan frágiles, tan pequeños, tan poco importantes. Pero es casi imposible, hay demasiado ruido. Pisadas, risotadas, gente que come, gente que bebe refrescos con azúcar, gente que comenta, gente que discute, gente que habla por hablar. Figúrate, lo que hice mal fue marcharme del piso, que era mío. 

Una magnitud distinta

De vuelta, esperando al autocar incongruente que recorre unos pocos metros, un chiringuito vende torreznos y refrescos. Las gentes se distribuyen por el prado, comen y beben, hablan y ríen. Hay que obviar demasiadas cosas, me temo. Uno ya no se hace ilusiones, pero cuando mira las fotos que obvian cualquier rastro de presencia humana, casi parece sentir. La inmensidad.

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Laguna Negra, en Soria, 2013.
Las fotos son mías
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