Unos euros por aquí, unos euros por allá...

Calculen. Una ciudad del norte, bella, como de postal. Una bahía flanqueada por dos montes que se precipitan al mar (quién no lo haría, con esos tonos y matices grises, cobaltos, esmeraldas...), una isla en medio como si fuese un bombón aunque envenenado (en tiempos remotos, los enfermos de peste recalaban allí. Es un decir. Los exiliaban allí). En el paseo marítimo, un argentino dibuja con los dedos cientos de miles de bahías iguales en azulejos blancos: en el pequeño no me cabe entera, señora. En el de diez euros, sí. Mientras, Satie toca el piano acompañado de un extraño instrumento que parece una sierra y suena como un arpa y allí, junto al ayuntamiento que en su día fue palacio del juego, un riojano canta tangos.
Calculen. 
Aparcar en esta ciudad, una de las más caras de España, es un hito heróico. Y caro. Las motos ocupan calles enteras, hay pasajes completos en los que no se puede ni acercar el coche. Si los hados son propicios, tal vez encuentren un hueco entre los contenedores de basura (cuando los hay, en la parte antigua las bolsas descansan, abiertas y malolientes, en el suelo) y un portal. Ah, no. Que no se ha tenido suerte. Es zona de residentes y si le pillan ahí, calculen. Grúa y multa. Otra vuelta más a la manzana y entonces, sí. Aparcar cerca del muro en el que embate el mar, un poco lejos del preciosismo de la bahía, pero no está mal. Pero hete aquí. A la hora y media, se ha de mover el carro. ¿Moverlo? ¿Cuántos centímetros? Tres puestos, caballero. ¿Y si no? Grúa y multa. Otra opción son los parking. ¡Cuántos parking tiene la ciudad! ¡Cuántos pisos! ¡Cuántas opciones de aparcar si se tienen cuatro euros cada hora y media (sólo cincuenta céntimos más que en la zona azul) y sin tener que moverlo ni un centímetro!

Circular es otro cantar con la misma partitura. Uno de los carriles es para taxis y autobuses. Muy práctico, sí señor. No hay manera de avanzar ni forma de evitar que el del automóvil azul te quite el hueco que has visto hace media hora. Es un negocio estupendo para las petroleras, eso sí. No saben cuánto combustible se gasta, buscando aparcamiento y aguardando en los semáforos. Calculen.

Lo que sí es otro cantar, pero con la misma letra, es el tema consumiciones, terracitas, tapeo y tal. ¿Es que ésta es una ciudad para ricos? No lo sé, no puedo saberlo, pero si un café cuesta tres euros y cincuenta céntimos (lo mismo que una hora y media de aparcamiento en la O.R.A.) pues ya me dirán qué opinan. Con estos precios y estas tasas, pánico da buscar un restaurante para alimentar el cuerpo. La noche llega, sin embargo y a pesar de todo. Y la bahía se ilumina, hermosa y espectral. En la plaza, que lo fue de toros en su momento, un drogadicto, la cara flaca y el cuerpo nervioso, la mirada febril, se acerca y dice: unos céntimos de euro, que llevo dos días sin comer.
Uno se pregunta si sabe en qué ciudad está. Para comer aquí no se precisan céntimos. Mejor es pedir cientos, y aún así, uno se quedará corto. Calculen.


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