Percepciones



Sabemos que la percepción y la memoria son engañosas, que nos mienten, que nos ocultan detalles, matices, brillos, sombras… y que nosotros nos dejamos confundir y afirmamos, no, no es tan bella, no, no es tan hermosa, sí, es maravillosa… con la sensación íntima de estar en posesión de la verdad. Pero la percepción, la nuestra, la mía, la suya, se nutre de nuestros sentidos, humanos y falibles, de nuestro estado de ánimo, errático e imprevisible, de nuestras vivencias. De nuestras circunstancias y casualidades.

Cuando visitamos una ciudad y nos atrevemos, cargados de razones, a enjuiciar tal calle y tal plaza, aquel ambiente y aquellos parques, la longitud de las avenidas, el tráfico espesamente lento; no tenemos en cuenta que nuestra percepción nos está jugando malas pasadas. Nunca llegaremos a querer esa ciudad como el nativo que jugó en la plazoleta y se enamoró bajo los soportales de esa niña que vestía de verde. No. Nunca seremos capaces de ponernos en la piel de los hombres  que construyeron la catedral, de los que murieron izando los bloques de piedra, del orgullo de aquellas mujeres lejanas en el tiempo y del asombro de la chiquillería de aquel siglo que, a falta de videojuegos y tabletas, se detenía a contemplar a esos hombres que trabajaban de manera lenta y precisa.

Del mismo modo, nos percibimos distintos a como nos ven los demás. No digo yo que creamos ser los más guapos del lugar, no. Me refiero a esas veces en que te dicen, oye, he conocido a una mujer igual a ti. Tu doble. Igualita, igualita. Y tú, transida de la emoción, aspiras a verla, a verte más allá del espejo, convencida de que todos tenemos un doble en esta vida de dios (como un amor perfecto, lo que ocurre es que no te encuentra. Despistado.), y tú, fíjate, vas a tener suerte. ¿Suerte? Al fin, una tarde cualquiera, vas con alguien y éste exclama, ¡mira, allí! Y tú, ¿qué, qué pasa? ¡Tu doble, tu doble! ¿Quién, quién? ¡Esa, esa chica! ¡Aquella!
Sí.
La miras, tratando de que no te pille mirándola, porque vaya un corte, ya te ves a ti y a ella, chillando, alborozadas, como en esa película que reponen todas las tardes de otoño, Tú a Boston y yo a California. Pero.
¿Esa? Pero si no se parece en nada a mí… Pero, ¿soy tan poco agraciada? No me puedo creer que me veas así… Mujer, el gesto, el pelo, el modo de caminar… Ni gesto, ni pelo, ni nada. Ya sé yo que no soy muy guapa, pero vamos… ¡Pensar que me ves así! Y concluyes, ¿no te das cuenta? Ni siquiera me mira. No nos parecemos en nada. Que lo sepas.

Tanto.
Ah. La percepción. Mientras caminas por una de las calles más queridas de tu ciudad, la que va a dar a esa plaza que hoy está cargada (enojosamente) de turistas de pantalón corto, chanclas playeras y hamburguesas… te das cuenta de que nadie, a no ser que haya vivido lo mismo que tú (tantos cielos azules, tanto frío, tantas cigüeñas, tantos conciertos, tantos besos, tantos enfados, tantas alegrías, tantas tristezas, tantas noticias impactantes, tantos encuentros, tanto), nadie percibirá esa calle y esa plaza como tú. Con tanta magia, con tanta belleza.

Y caes en la cuenta, mientras escuchas en tus auriculares a Prince, que ahora te sientes la mujer más hermosa del mundo (eso sí, en tu interior) y nadie que no sepa cómo te sientes en ese instante, mirando a tu alrededor tanta belleza que casi te hace daño, podrá verte así. Nadie.

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