Prestigio social en la E.G.B.

Tal vez esté imbuida del espíritu E.G.B., ése del que habla Javi Nieves en su libro. Pero ayer estuve pensando en el prestigio social de los niños de hace treinta años. Hoy, estaríamos hablando de smartphones, tablets, wifis potentes y demás (disculpen si no estoy muy puesta, soy más de aquéllos que de éstos). En el fondo, es lo mismo, aunque cambien las formas. 
Hace treinta años estaban los estuches. Sí, los estuches, desde el básico con cremallera, esa especie de bolsa de tela (si se hacía en casa) o de plástico, decorado con algún personaje de dibujos (familia Picapiedra, o Barbapapá,  si se compraba en la librería) o con algún bordado en punto de cruz (no hace falta reiterar que esto último se hacía en casa). Por cierto, la tela era un retal extraído de alguna prenda de vestir desechada, preferiblemente, de un vaquero (aquellos vaqueros resistentes, casi iguales que los pantalones originales, los diseñados para trabajar en la mina; esto es, duros, rígidos, casi indestructibles). ¿Qué prestigio se conseguía con este estuche? Casi ninguno. Cero. El tema era diferente si se trataba de estuches rígidos, entonces sí, ahí sí que podríamos esperar algo más de nuestros congéneres (admiración, incredulidad, envidia). No bastaba la rigidez, sin embargo. En los colegios de los setenta y de los ochenta, tener un estuche rígido de un solo piso era casi igual que un estuche de tela o de plástico. Un poquito por encima, sí (lo rígido es lo rígido), pero apenas imperceptible. Lo que molaba, el hecho diferenciador eran los pisos. Dos, tres, cuatro (llegados a este número, estábamos hablando de estuches rígidos míticos, esos estuches que no veías, que ninguno de tus compañeros tenía, pero oh, tenían sus primos, o los habían visto en la capital de España, en unas vacaciones). El mítico estuche de seis pisos fue introducido en mi imaginario por una compañera que había nacido en Suiza y hablaba de montañas siempre nevadas y de caballos pastando en las vegas. Y de estuches de seis pisos, uno detrás de otro. Que la niña en cuestión hubiera regresado a España cuando contaba dos meses de edad, poco importaba. Había nacido en Suiza y punto (no se podía ser más exótica).

Mención aparte tiene lo que iba en los adentros del estuche, pues si se tenía la fortuna, digamos, de ser el poseedor de un flamante estuche de tres pisos (y una prima hermana de Zaragoza a la que le habían comprado uno de, agárrate, cinco), lo que redondeaba la ecuación eran las pinturas y los rotus. Las pinturas, de Alpino, podían ser seis y pequeñitas o doce, o veinticuatro y largas, largas, como las autopistas de los sueños. Cuántos colores. Los rotus, tenían que ser Carioca, e iban desde los insignificantes cuatro (qué niño medianamente dotado para hacer rayas y círculos en una hoja de papel podría conformarse con cuatro rotus), pasando a los seis, los doce y los fantásticos veinticuatro. Con veinticuatro uno podía pintar el horizonte sin mezclar varios tonos. Una pasada. Luego, estaban las pinturas de cera, las denominadas escolares y las profesionales, que te manchaban los dedos de azul noche...

Prestigio social. Y los bolis: un color, un boli. Seis colores en un boli. No hay qué explicar más. He ahí la diferencia.

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Más sobre la generación E.G.B. Yo fui a E. G. B.  De ahí, tomé la imagen. 

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