Monsagro y el mar

Monsagro es un pueblo escurridizo. Años llevo intentando llegar a él y, por unas causas o por algún accidente tontorrón y enojoso, no ha habido forma de visitarlo. Perdón, quiero decir, no había manera, en pasado, porque la visita se resolvió un día en el que no tenía pensado (pero ni de lejos) llegarme hasta él. Creo que Monsagro me dejó llegar cuándo quiso.

El letrero reza Monsagro pero no indica kilómetros; de esa manera el viajero siente un cierto desasosiego mientras atisba las curvas heladas de la carretera que bordea la sierra y los pinares.  Quizás sea otra artimaña de este pueblo serrano que reposa en la ladera menos famosa del Parque Nacional de las Batuecas. La sensación de estar perdido, inmerso en una aventura se hace más profunda a medida que el coche enfila una subida, y otra, y otra. En lo alto, el día es verde y azul porcelana. Glorioso. Los canchales acogen un encinar oscuro. Cómo me gustan las encinas. En lo alto, dejando vagar la mirada por el valle, imagino el mar. Toda la vega fue un océano en el que la vida se paseó sobre las piedras del lecho, de las laderas de las montañas. 

Glorioso
Cualquier viajero desearía que el pueblo estuviese muy lejos. A cien kilómetros. Los aviones manchan la foto, pero no alteran el silencio. El exacto, el denso silencio. El sol en la cara, las cumbres viejas, azules. Las encinas verdes, enraizadas a la vida, agarrándose a las piedras. Ojalá Monsagro esté lejos. Ojalá el viaje dure siempre y las horas se detengan.


No sucede, claro. El pueblo está justo al otro lado. Descansa en una loma, con calles empedradas, fuentes de agua clara y casas muy cuidadas. Hay un frontón cubierto que pagó la Unión Europea, quizás en otros tiempos, más benignos. Poca gente fuera de casa: un chiquillo que empuja una bici para lanzarse (cual Ícaro) a volar una y otra vez. Unos vecinos al sol, a la vera de la iglesia. Una mujer mayor que camina con lentitud y riñe al perro que ladra (sincero) al paso de los extraños. El pueblo. Las casas. 




En las fachadas, fósiles marinos se exhiben como joyas preciosas. Adornan un dintel, una cornisa, un zócalo. Las huellas de los trilobites tienen más de 400 millones de años, cuando no había valle, sino cuenca marina. Las gentes de Monsagro (cuentan) siempre tuvieron simpatía por esas piedras con surcos; rugosas, cobrizas. En los alrededores, pasa el camino de largo recorrido que une Valencia con Lisboa. Quién tuviera tiempo y forma física.

La vuelta es más rápida, siempre ocurre con el regreso. Al final, el pueblo no estaba tan lejos y el sol deshizo las placas de hielo. Monsagro es un lugar curioso. Uno trata de imaginar toda esa belleza cubierta por agua salada, en un mundo primigenio, limpio, solitario. Un lugar en el que los seres humanos aún no existíamos, sólo la vida básica que a fin de cuentas nos permitió llegar hasta aquí. Es la eterna paradoja: sentirse más pequeño que un grano de sal, e invencible...

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Las fotos son mías.
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Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Un cuento muy bonito que gusta a una monsagreña. Monsagreña que va mucho pero que no vive allí todo el año.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Me alegra mucho que siendo monsagreña te guste. Es un pueblo mágico, al que tengo que volver... Gracias por tu visita, y por tu comentario, saludos :)