Malditos

Una ventana que se abre a la montaña
Hay años, hay días, hay lugares que perviven en nuestro imaginario con la etiqueta de malditos. Martes y trece, dos mil trece, viernes trece y demás familia. 
Hace unos días leí el artículo La isla maldita de la Gaiola, (en palabras del autor) una de las más serenas y hermosas islas de Italia, que presenta un historial sospechoso de muertes violentas y accidentales, con trágicos desenlaces y bancarrotas incluidas. Es cierto. La isla atrae como una mujer fatal que fuma en boquilla, con guantes y vestido largos. Pero lees. Las fotos ya no parecen tan bellas, ni tan sugerentes. Es lo que tiene la historia de algunos lugares. 
Hace unos años, en otra isla más doméstica y cercana, me contaron el relato de una casa maldita. Yo estaba impresionable (había comenzado el viaje a las 7 de la mañana, eran las 5 y había comido en el avión un sándwich frío y 3 o 4 galletas ) y la narración (lo recuerdo bien) me pareció cautivadora. No se deben escuchar este tipo de relatos con el estómago vacío. 
Lo cierto es que quien me lo contó era una mujer joven, separada y con dos hijos, que estudiaba por las noches y trabajaba por el día en toda suerte de ocupaciones (profesora de gimnasia, chófer, tramoyista...). Era una muchacha reidora que sabía lo que era el desamor y la exaltación del momento y, mientras me preguntaba qué demonios hacía yo, una mujer peninsular en el municipio de su isla (todo el mundo se va a Marruecos, ahora. Nadie viene. Todos se van), me iba enseñando los jardines, las montañas, los cielos del valle. Entre tanto, su hija la llamó para decirle que su hermano lloraba sin parar y que no quería hacer los deberes, ni merendar. En una de las curvas, una casa impresionante lucía abandonada. Está maldita. Todas las mujeres que han vivido en ella han tenido una extraña enfermedad, con resultado de muerte. 
Fue un viaje raro, extraño, excéntrico tal vez. El hotel era una casa rural y la dueña me recibió con  calentadores y chándal. Se cena a las siete y media, me dijo inclemente, con el ceño fruncido y una mueca de desagrado. Si no, no hay cena. Cené, claro que cené, porque estaba hambrienta y tenía frío, y la habitación tenía una ventana guarnecida de madera por la que observar la montaña y yo me sentí la única mujer en el mundo. Sola. Antes, di un paseo por el pueblo y me tomé un dulce y un café con leche, y el azucarillo me hizo sonreír. Adelante, vive la vida y sueña, rezaba. 
La misma muchacha me llevó a la capital al día siguiente, cuando terminé lo que fui a hacer al municipio de la vega. Volvió a recibir la llamada de su hija y, cuando colgó, me miró y muy seria, me dijo que me envidiaba. Puedes hacer lo que quieras, yo no. No había vuelto a pensar en aquel viaje hasta que leí el artículo sobre la isla italiana. Recuerdo que entonces me cautivó la historia de la casa blanca, con la palmera en el porche, abandonada y digna. Como si la hubiesen decepcionado. Pero hoy apenas me acuerdo de los detalles. Y, sin embargo, la sonrisa de aquella mujer, trabajadora y capaz, me viene una y otra vez. Tú puedes hacer lo que quieras, yo no. 

La vega

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Las fotos son mías. 
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