Perlas, perlitas, perlas

Me entero por la caja tonta del libro que recoge las perlas del consorte de la Reina de Inglaterra. Parece que el buen hombre no tiene pelos en la lengua y va soltando por su real boca lo que le da la real gana, incluyendo groserías, palabras ridículas, apreciaciones prepotentes y razonamientos clasistas. El periodista califica de osadía lo que no es más que devaneos de viejo, eso sí, de un viejo aristócrata con privilegios al que el pueblo escucha con más o menos indulgencia, a la par que le costea el trono compartido con su graciosa majestad. 
En fin. Todos cometemos ese pecado, todos decimos perlas en uno o en otro momento. Lo bueno del asunto es el libro que las recoge; al menos las meteduras de su real pierna sirven para algo, no como las nuestras que, con un poco de suerte, sólo sirven para abochornarnos cuando caemos en la cuenta. Es curioso. Confieso que he tenido la tentación de anotar (al menos en un par de ocasiones) las perlas inspiradoras que alguien (siempre hay alguien) me regalaba con generosidad. Incluso llegué a comprar una libreta de tapas rojas para el proyecto. Es más, empecé a escribirlas. Pero abandoné al poco tiempo. Una de las razones era el poco valor crematístico de la obra; el dador de piedras no era nadie famoso, ni siquiera interesante. Otra, la abundancia de ellas, era casi imposible recrearse en una, cuando menos te lo esperabas, zas, ahí iba otra. Y, claro, el hartazgo. La abundancia devalúa la mercancía, es la ley de la oferta y la demanda. Si tienes muchos tomates, terminan causándote hastío, puede que hasta los aborrezcas. Lo mismo para las perlas, los seres humanos somos muy sencillos...
Recuerdo ahora una perla que pesqué una mañana en la que no iba yo predispuesta a escuchar ninguna (también para escuchar perlas hay que prepararse, esto es así). Lo cierto es que la piedra no iba dirigida a mí, lo que me facilitó mucho la cosa (la cosa de poner la cara que la perlita en cuestión merecía). Era una cafetería, y eran dos mujeres, una más joven, la otra de mediana edad, no muy agraciada, pero peripuesta. La mujer joven apenas hablaba e inclinaba el rostro hacia la taza de café que sostenía entre sus manos, como si fuese un pájaro herido. La otra, con el pelo rizado y un vestido verde de difícil clasificación (transparencias estratégicas, volantes, plisados, plumas) no dejaba de parlotear y de mover la cabeza, el torso, los brazos. Un culo de mal asiento, pensé. Una pesada, concluí, al poco. Las dos eran compañeras de trabajo y la mujer tipo me lo pongo todo porque yo lo valgo, estaba enfadada. Mucho. Exhibía la indignación de los justos, una ira extrema cargada de razón. De pronto una y otra quedaron inmóviles. La mujer más joven se ajustó las gafas con el semblante inexpresivo, ese que uno pone cuando ya no puede más y lucha consigo mismo para no mandar al otro a ese lugar donde la espalda pierde su nombre y se convierte en otra parte de la anatomía humana. Y zas. La perla. Abrió la boca y la dejó ir. Era una perla rotunda, lisa, grande, nacarada. Era exactamente lo que la mujer madura piensa y se dice todas las noches antes de dormir, lo que se tararea cuando se levanta. La consideración de sí misma:
-A ver a quién conoces que sea capaz de hacer lo mismo un inventario que un ERE. No hay nadie en la empresa que sepa hacerlo todo, como yo.

Lo que les cuento. Todos estamos preparados para regalar grandes y pequeñas perlas. Pero hay perlas y perlas. Gente y gente. Esto es así.



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La canción, por asociación y para aderezar. Ah. Y porque me gusta.
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