El fin del mundo

Es curioso. Una va viviendo en un mundo que se acaba: los mayas así lo anunciaron y el día pasó sin pena ni gloria. Ahora quedan las profecías de Nostradamus, siempre tan socorridas. Una va viviendo y aguantando la respiración, mientras el año se termina (ese sí que sí) y se abre paso otro, uno nuevo, uno por estrenar que, para más señas, finaliza en trece, el número gafe por excelencia. Viernes trece, martes y trece, tener trece años y no ser ni hombre, ni chiquillo, ni nada que se parezca. En la tele, sosas, almibaradas películas americanas que adoran la Navidad. Ni los mayas, ni el excéntrico visionario pudieron prever estas horrendas pelis de sesión de tarde, muérdago, galletas de jengibre y jerséis rojos con renos en los frontales. Ah. Que no se me olvide. Y los villancicos cantados de puerta a puerta, las casas de dos plantas con desván, casas unifamiliares con tejado a dos aguas, casas iluminadas en tonos verdes, amarillos y encarnados con jardines habitados por el inevitable muñeco de nieve de bufanda a rayas, con su pipa de brezo. Lo que decía. El fin del mundo. 
Es curioso. Leo ahora El mapa del cielo, segunda parte de la trilogía victoriana de Félix J. Palma, y Londres está siendo devastada por una invasión alienígena. Ya saben, seres que buscan otros planetas donde agotar las reservas que ya no tienen en el suyo. El escritor H. G. Wells, o el atormentado Edgar Allan Poe, se pasean por una tierra inhóspita fría, blanca. Es curioso. Los seres humanos no terminan de creerse que el fin del mundo tal y como lo conocen, está llegando, está ocurriendo, está pasando. Siguen con sus rutinas. Beben. Juegan a las cartas. Se enamoran. Algún espabilado aprovecha la coyuntura para conquistar a la mujer que ama. Y una no puede dejar de pensar.
Cuando leo una novela como ésta, me da pena no tener quince años. Porque hubiera soñado con unos bichos extraños que viven entre nosotros, latentes, aguardando su momento. El momento de atacar. Quién sabe si no hubiera dado un puntapié a esa maestra antipática (seguro que era una marciana) o a aquella vendedora sin escrúpulos ( y sin sangre en las venas, de ahí lo odiosa que resultaba). Hubiera soñado con el amor a primera vista y con el amor verdadero, con la maravilla de escribir relatos imaginativos y sorprendentes, únicos. Me pasa con algunas novelas. Leo, y me quedo boquiabierta. Y anhelo los quince años para sentirme absolutamente embelesada (Lagrimas en la lluvia, Trilogía de Getafe, la saga naútica de O'Bryan...con estas, también me pasó). Quizás no caigo en la cuenta de que, perdida en el recuerdo de aquella ingenuidad, vuelvo a tener no ya quince, sino trece años. La edad en la que leer y vivir son intercambiables y el amor, único y exacto.
Lean a Félix J. Palma y busquen sus trece años, esa edad en la que no eran ni mujeres, ni hombres, ni chiquillos, ni niñas. La edad justa para intuir lo extraño, lo mágico. Cobíjense en el cielo, Palma ha trazado con la maestría del que sabe hacer soñar, su mapa. 




Comentarios