Llámenme antigua

Sí. O señorona. Aunque este último epíteto no pegue conmigo. Nos situamos. Farmacia en una calle (esta sí) antigua. La farmacéutica es una señora que se acerca más a los sesenta que a los cincuenta. Hay otra que es como unos veinte años mayor. Y entra una madre. Una MADRE. ¿Por qué será que no me gustan los alardes?
Una madre con dos niñas de unos diez o doce años, sus dos hijas. Las niñas empiezan a revolver, a pedir. Quieren caramelos para la garganta, de menta, de eucalipto, de clorofila... La madre las deja hacer, risueña. ¡Angelitos! Parecen gemelas... (lo que parecen me lo callo). Basta que una quiera algo para que la otra pierda interés por lo que hasta entonces quiere. (Noten la prosapia, la fluidez del discurso).  
La farmacéutica las mira, con un sonrisa de resignación. La madre, orgullosa de sus vástagas, pero ya un poco impaciente. Así que. ¡Vamos, hijas! Decidle a la mujer qué queréis. Vamos. Decidle a la mujer de una vez por todas qué caramelos nos llevamos. ¡Que no tenemos todo el día!
La madre se impacienta, es lo natural. Es madre. 
La farmacéutica, una señora donde las haya, me mira un instante. Ese instante en el que uno reconoce a un alma gemela, no importa la edad, ni la condición, ni el color de la piel. Eso. Un alma que piensa exactamente lo mismo que tú. Pero que es una señora. Quizás tú no. Porque tienes unas ganas inmensas de dar un azote a alguien. Y no a las niñas, precisamente. 

Relájense... Ohmmmm
****
Foto del mar en Mallorca, de la que escribe.
****

Comentarios