Hartura

Para ti, para que sonrías
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Estaba un poco hasta las narices de la vecina. Sí. Esto no es nada extraordinario, pensarán ustedes. ¿Quién no tiene una a la que no soporta? Ese grado de aguante es variable, por supuesto. Hay quien no soporta a la que tiene al lado (o encima, o debajo) y no ceja en el empeño de hacérselas pasar canutas (tipo ahora le doy una pasadita con la fregona en la puerta para que, poco a poco, el agua y la lejía le vaya emponzoñando los bajos; después empiezo a sembrar el rumor en la comunidad de que le gusta lo ajeno y de que la he sorprendido con los plafones de la escalera en la mano; y más tarde propago el bulo de un pasado oscuro: una infidelidad con el anterior presidente de la comunidad o una estafa en el último trabajo… ¿por qué te crees que la despidieron? ¿Por la crisis? No hija, no. Entonces, no había crisis). Ese sería uno de los niveles más altos (o más bajos) de soporte de vecindario. Más que eso ya es obsesión, paranoia o serie de televisión de dudoso gusto. Nosotros estamos hablando de la normalidad. Ojo.

En lo que estábamos. Hay niveles y niveles. Y hay un cierto grado ínfimo, que consiste en el fastidio. Cuando un vecino (sea éste del sexo que sea) te provoca malestar. Aburrimiento, tedio, hastío. Entonces, si la ves de lejos y calculas que vas a coincidir en el portal, haces como que te llaman, dejas las bolsas de la compra en el suelo, abres el bolso y te pones a gesticular cual actriz consumada. O, de pronto, recuerdas que tienes que ir a un sitio. Es ineludible. Así que das media vuelta, te alejas por el parque y das una vuelta a la manzana de chalés, que así ves cómo tienen decorados los porches. Cosas así.
El grado de hartura de nuestra protagonista estaba en estos niveles. Un nivel aún bajo, pero que podía incrementarse peligrosamente si coincidía con la susodicha, varios días seguidos, en el paseo, en la frutería, o en el portal de la comunidad. Pero, ¿de dónde viene esa incomodidad? Pues… de tonterías. De tonterías de esas que se dan en cualquier conversación que se precie:
-Pues, entonces dices que cocinas… ¿te gusta cocinar?
-Bien (a nuestra protagonista le incomodan las preguntas directas. Tal vez esto tenga algo que ver con ese fastidio del que hablábamos). No queda más remedio, ¿no?
-Con la comida precocinada que se encuentra hoy en cualquier sitio, no hace falta ni hacer tortilla de patatas. No merece la pena guisar, todo el día marujeando... Y encima, sale más caro.
(A nuestra protagonista le incomodan las verdades absolutas de alguna gente).

-Sí, bueno… pero una ya está acostumbrada y…
-Cómo pasa el tiempo. ¿Cuánto hace que vives aquí?
-Un montón de años… (nuestra protagonista está perpleja con el cambio tan brusco en el intercambio de impresiones. Más que nada, que no hay intercambio, advierte).
-Sí, sí. Tienes razón. (Vaya, en algo tiene razón nuestra protagonista). Figúrate, yo tenía apena veintidós cuando te compraste el piso. Sí, veintidós (le dice, mirándola a los ojos, imperturbable).

Estaba un poco hasta las narices. Ya decimos. Habían sido muchos los intercambios de opiniones de este jaez. Poco importa que nuestra protagonista sepa que la vecina es mayor que ella. Cinco años le saca, como cinco soles. Y cuando se conocieron, la una tenía treinta y algunos y la otra (ella) cinco menos.

-Sí, sí. Lo recuerdo perfectamente; hace más de veinte años. Yo apenas tenía dieciséis, casi ni sabía freír un huevo, no te digo más.

Desde entonces, nuestra protagonista siente un fastidio más agudo, si cabe. No quiere conversar con la vecina, ni saludarla siquiera. Por eso, cuando la divisa a lo lejos, esperando el autobús, resopla. Y decide irse andando. Para conservarme estupenda, porque treinta y seis, ya son treinta y seis. Y ríe para sí.





La música, para dulcificar...
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