En mi
reciente Saldando cuentas con el verano,
omití (con total alevosía) las historias a las que he tenido el placer de
abismarme en estas últimas semanas. Ya escribí en otro post, en otro tiempo y
en otra estación, que las historias son capaces de redimir cualquier situación,
de salvar cualquier verano, cualquier otoño, cualquier estación esquiva.
Aunque El síndrome tiene tintes negros, necesitaba leer algo más de mi género preferido. Este verano me descubrieron a Benjamin Black (seudónimo de JohnBanville) y leí a uno y a otro. A las novelas más negras y algo del otro, del inquietante Banville.
Las obras de Black tienen un regusto a Raymond Chandler; la acción trascurre en el Dublín de los años cincuenta; el protagonista, el forense Quirke, un hombre de claroscuros (la relación con su hija, la adicción al alcohol… ) se me antoja, salvando las distancias, a un Marlowe irlandés que se mancha más las manos de sangre, por aquello del oficio.
Leí El mar, firmado por Banville. Inquietante la historia de esos tres niños, esos gemelos que desaparecen en el mar y ese otro niño que sobrevive, y cuando ya es viejo, en el último tramo de la vida, vuelve al escenario de su infancia en medio del dolor por la pérdida de su mujer. La novela va levantando poco a poco el velo de lo sucedido, nada es lo que parece y hasta la última página no tienes el dibujo completo, aunque creas saberlo (o adivinarlo).
Y, por último, La tabla esmeralda de Carla Montero. Aún estoy decidiendo si me gusta… o no. Lo he leído de un tirón, eso es verdad. Me ha atraído, eso es cierto. Quería saber qué ocurría con la tontorrona investigadora atrapada en las redes del malo malísimo descendiente de un nazi que resultó ser bueno (el antecesor). Una búsqueda de un secreto, un cuadro de Giorgone y dos historias paralelas que se entrelazan y que al fin se encuentran. La segunda guerra mundial, el expolio del arte, la solución final, las personas buenas y las personas malas. Una lectura que entretiene y deja buen sabor de boca, quizás más apropiada para el verano que algunas de mis lecturas anteriores. Habrá que estar atenta a esta autora que está empezando.
¿Y ahora?
Ahora llega septiembre con su luz especial, el otoño y el invierno que traen a otras historias, a otros autores: Domingo Villar, Lorenzo Silva, Pérez-Reverte, Isabel Barceló, María Dueñas, y otros que no conozco y espero conocer. Por fortuna, una buena lectura es capaz de salvar casi cualquier situación, cualquier verano, cualquier otoño, cualquier estación esquiva.
No quiero
dejar pasar la oportunidad de escribir sobre El síndrome de Mowgli de Andrés Pérez Domínguez. Descubrí a este
autor de nombre normal y corriente en El violinista de Mauthausen (novela que me sorprendió gratamente, y que hay que
leer advertido: lector, acércate a ella, entero, fuerte y dispuesto a todo. Hay
escenas tan bien narradas que pueden resultar intolerables). (Me gustan los
nombres corrientes, normales. No sé por qué. Me gustan.) Andrés Pérez Domínguez
no es un autor normal y corriente, eso lo tengo claro. Así que, cuando
apareció, en la estantería correspondiente El
síndrome de Mowgli… me apresuré a rescatarlo de allí, lo estreché contra mí
y corrí hacia el mostrador de préstamo de la biblioteca. Los lectores avezados
saben cómo se nos ilumina el semblante ante un hallazgo inesperado.
Y, de qué va
El síndrome… Bien. El protagonista,
Rafael Montalbán, alias Montaner, ex boxeador y matón profesional (amén de
portero de puticlub) es un perdedor enamorado de una mujer mala (Lola no quiere
a nadie) que lo traiciona una y otra vez (¿por qué resultarán tan atractivos los
seres humanos que dan mala vida en esto del amor? Los que no son capaces de
amar a nadie, excepto a sí mismos…). Una novela que habla de traiciones, de
amor no correspondido, de cómo perder la brújula de tu vida… pero sobre todo y
por encima de todo, del síndrome. Sí. Esa sensación incómoda que hace que la
camisa no te llegue al cuerpo. Cuando descubres que no perteneces a ninguna tribu,
ni a la de los seres humanos ni a la de los lobos. Y que nadie te acoge, nadie
te acepta. Que eres un cazador solitario. Que no encuentras tu lugar. Que no
está allí. Ni aquí. El síndrome transcurre sin tropiezo. Todos enamorados de
Lola (vaya cañón de mujer) y, ella, que va a lo suyo, porque quizás, también,
es una solitaria y no pertenece a nadie. El Puerto de Santa María, Cádiz, el
Algarve portugués y… Lisboa, la ciudad que habla de desamor desde sus plazas de
tranvías, palomas y mendigos. Me encantan las novelas ambientadas en Lisboa, es
algo inevitable. (Si alguno no lo ha hecho, que lea ya El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina).
El mapa del tiempo de Félix J. Palma es otro de esos libros
descubiertos por azar, cuando deambulas sin saber qué llevarte a casa. (Qué
libro llevarte, de la biblioteca. Me encantan las bibliotecas, los mejores
lugares para encontrar y crear historias). Claro que sabía de él (y sé que, a
continuación ha escrito El mapa del cielo)
pero no era una lectura que tuviera pendiente en mi horizonte. Pero allí
estaba. Una novela lustrosa, setecientas páginas. El mapa se lee con una sonrisa, porque es tierno, porque contiene
mucho humor, porque los sentimientos de esos personajes victorianos son tan
parecidos a los nuestros que te das cuenta de que el tiempo no importa. En sus
páginas vive de nuevo H. G. Wells, un escritor debilucho y aparentemente
anodino con una imaginación que lo hace el más fuerte y heroico de los hombres.
Tres historias que se enlazan entre sí, en torno a la posibilidad de viajar en
el tiempo. Porque al terminar de leerla, comprendes eso que dice. Eso de que
cuando un escritor pone punto y final a una novela siente más placer que al
beber güisqui en la bañera, acariciar a otro cuerpo o sentir en la piel la
caricia de la brisa que anuncia que el verano llega. Tiene imágenes potentes (el silencio se extendió de pronto, como las
sábanas en las casas abandonadas temporalmente), los personajes están bien
perfilados, bien engarzados y la historia transcurre veloz, sin miedo, en pos
de la aventura… como el tranvía Cronotilus.
El gran Meaulnes de Alan-Fournier, sí estaba pendiente. Ya
no. La única novela de un autor misterioso, como el propio Meaulnes (¿hay algo
más literario que morir joven y dejar tras de ti una señal de lo que podrías
haber escrito si la vida no se te hubiese acabado?). Dicen que es la novela de
la adolescencia, la época en la que la búsqueda de tu lugar en el mundo no
cesa. El valor, sin medir las consecuencias. El amor primero, que se cree único
y mejor que ninguno. El orgullo, la cabezonería, el sentido de la lealtad. La
amistad. El paraíso en la tierra, un lugar donde los niños son los que mandan,
un sitio para disfrazarse, jugar, corretear, montar en barca, comer hasta
hartarse… Y la nostalgia de lo perdido, pues todo se pierde, se distrae: una
muchacha (o dos), un lugar utópico, un amigo, la niñez, la inocencia.
Aunque El síndrome tiene tintes negros, necesitaba leer algo más de mi género preferido. Este verano me descubrieron a Benjamin Black (seudónimo de JohnBanville) y leí a uno y a otro. A las novelas más negras y algo del otro, del inquietante Banville.
Las obras de Black tienen un regusto a Raymond Chandler; la acción trascurre en el Dublín de los años cincuenta; el protagonista, el forense Quirke, un hombre de claroscuros (la relación con su hija, la adicción al alcohol… ) se me antoja, salvando las distancias, a un Marlowe irlandés que se mancha más las manos de sangre, por aquello del oficio.
Leí El mar, firmado por Banville. Inquietante la historia de esos tres niños, esos gemelos que desaparecen en el mar y ese otro niño que sobrevive, y cuando ya es viejo, en el último tramo de la vida, vuelve al escenario de su infancia en medio del dolor por la pérdida de su mujer. La novela va levantando poco a poco el velo de lo sucedido, nada es lo que parece y hasta la última página no tienes el dibujo completo, aunque creas saberlo (o adivinarlo).
Black/Banville
te deja el ánimo impresionado, y a veces, no es buen momento para impresiones
de este tipo. Aconsejo (si es el caso) alternar con otras lecturas y no
dedicarse de lleno a él. Si no es el caso, adelante.
Y, por último, La tabla esmeralda de Carla Montero. Aún estoy decidiendo si me gusta… o no. Lo he leído de un tirón, eso es verdad. Me ha atraído, eso es cierto. Quería saber qué ocurría con la tontorrona investigadora atrapada en las redes del malo malísimo descendiente de un nazi que resultó ser bueno (el antecesor). Una búsqueda de un secreto, un cuadro de Giorgone y dos historias paralelas que se entrelazan y que al fin se encuentran. La segunda guerra mundial, el expolio del arte, la solución final, las personas buenas y las personas malas. Una lectura que entretiene y deja buen sabor de boca, quizás más apropiada para el verano que algunas de mis lecturas anteriores. Habrá que estar atenta a esta autora que está empezando.
¿Y ahora?
Ahora llega septiembre con su luz especial, el otoño y el invierno que traen a otras historias, a otros autores: Domingo Villar, Lorenzo Silva, Pérez-Reverte, Isabel Barceló, María Dueñas, y otros que no conozco y espero conocer. Por fortuna, una buena lectura es capaz de salvar casi cualquier situación, cualquier verano, cualquier otoño, cualquier estación esquiva.
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